La filosofía es para Wittgenstein algo así como un mal que padecen (padecemos) algunos. Tenemos la “mala suerte” de plantearnos una y otra vez las mismas cuestiones, supuestamente importantísimas (más que las del común de los mortales, que viven como “soñando” –decían Platón, Heráclito y otros muchos filósofos-). Cuestiones como ¿qué sentido tiene la vida? ¿Cuál es el origen de Todo? ¿Qué es objetivamente bueno? ¿Qué podemos esperar tras la muerte?... La historia “demuestra” que esas preguntas no tienen respuesta. Si tipos tan sabios como Platón no han encontrado una respuesta convincente para todos, ¿quién podrá encontrarla?
(Por supuesto, estas preguntas no pueden ser respondidas por la ciencia. Aunque supiésemos, por ejemplo, la historia entera del universo, con la aparición en la tierra de la vida y luego del hombre, eso no respondería lo más mínimo al enigma del “sentido de la vida y del hombre”).
Pero, cree Wittgenstein, si algo es una verdadera pregunta, tiene que tener respuesta. Así que las preguntas filosóficas no es que sean difíciles, es que no son verdaderas preguntas. Sufrimos, al hacérnoslas, la ilusión de que son verdaderas preguntas. Lo que necesitamos los aficionados a la filosofía es, pues, una terapia, o sea, una serie de razonamientos que nos convenzan claramente de que las preguntas filosóficas no son preguntas auténticas, sino malentendidos que surgen de un uso incorrecto de las palabras. Wittgenstein no se propone resolver esas preguntas, sino disolverlas. Se trata, dice, de mostrarle la salida a la mosca que está atrapada en la botella y se empeña en salir atravesando el cristal (quizás porque, al ser trasparente, lo cree tras-pasable).
Y ¿en qué consiste esa ilusión que es la filosofía? En general, se trata de que el filósofo (o toda persona, en cuanto cae en hacerse preguntas filosóficas) saca las palabras de su uso cotidiano, “correcto”, y las lleva a un terreno donde no tienen validez o no pueden usarse.
Más en concreto, el principal error del filósofo es creer que sólo existe un uso de las palabras, y que ese uso es el de referirse a algo, a un concepto. Pero no todas las palabras, ni mucho menos, sirven para eso. Las palabras son como herramientas o instrumentos. Unas sirven para unas cosas y otras para otras. El significado “correcto” de una palabra es su uso (o usos) apropiados. Y muchas de ellas no sirven para referirse a algo, sino para otras funciones, como indicar, pedir, relacionar otras palabras, etc.
El filósofo (que es un personaje típicamente contemplativo y poco activo o pragmático) quiere obligar a todas las palabras a designar o representar algo. Así, coge palabras, como ‘yo’, ‘tiempo’, o ‘ser’, y les aplica la pregunta: ¿qué es…? ¿Qué es el Yo? ¿Qué es el Tiempo? ¿Qué es el Ser? No se da cuenta de que estas palabras no tienen ese uso de sustantivos, sino que sirven para otras cosas. Ni el Yo, ni el Tiempo ni el Ser son cosas.
Wittgenstein pensó que él mismo cometió ese error en su primer libro, al hacer afirmaciones como que la Lógica es la forma del Mundo, o que el Pensamiento figura al Mundo.
En realidad, no hay un único uso de las palabras, sino tantas como “formas de vida”. Hay múltiples “Juegos de lenguaje”, y cada uno tiene sus reglas. Y las reglas de uno no valen en otro.
Por ejemplo, es inútil criticar la religión desde la ciencia, porque cuando alguien dice que cree en Dios, no debería querer decir que cree en la existencia de un ente infinito y sobrenatural, sino que tiene una determinada visión (sagrada) de las cosas. Tanto se equivoca el creyente que intenta hacer pasar por conocimiento sus oraciones, como el científico que intenta desacreditar la fe desde la ciencia.
(Por desgracia, parece que el único juego al que no puede jugarse es al de la metafísica).
En resumen:
-las palabras reciben su significado del uso para el que están hechas. Es decir, la práctica vital es anterior, más básica, que la teoría.
-Hay múltiples “juegos de lenguaje”, porque hay múltiples modos de vida.
-Las preguntas filosóficas nacen del error de sacar a las palabras de su uso “cotidiano”, para meterlas todas en el molde de las preguntas metafísicas. La pregunta correcta no es “¿Qué es X?” sino “¿Cómo se usa esa palabra en su uso corriente?
Una vez que nos deshacemos de ese embrujo de las palabras, cree Wittgenstein, las preguntas filosóficas no nos molestan más, y podemos “descansar”, viviendo como hace la gente corriente.
Así, la filosofía de Wittgenstein, pretende tener un valor curativo, tranquilizador.
La “disolución” wittgensteiniana debería recordarnos, en parte, a la de Kant y a la de Nietzsche (también a las de Marx, Freud, y otros). Wittgenstein es un capítulo más en la historia moderna de acoso y derribo a la metafísica, es decir, al intento de conocer racionalmente el por qué de todo.
¿Realmente se acaban las preguntas, con el análisis del uso cotidiano o “corriente” de la palabra? ¿Por qué ese uso “corriente” iba a ser el único legítimo? ¿Por qué no podemos convertir al Tiempo, al Yo o a la Existencia en un sustantivo? ¿Tiene derecho Wittgenstein a creer que nos ha “curado”?