Sócrates fue condenado a muerte, acusado de introducir falsas creencias sobre los dioses y de corromper a la juventud. Durante el juicio, en que se defendió él sólo, hablando a su modo coloquial y sin retórica, demostró que los que le acusaban no tenían ni idea de cómo hay que educar a la juventud, aunque desde luego tenían claro que eso de dedicarse a conocerse a sí mismos y buscar qué es bueno en sí mismo, no iba a hacer precisamente ricos y poderosos a los chavales que se habían engatusado con el indeseable de Sócrates y sus preguntas.
No se rebajó, como otros en su situación, a pedir clemencia llorando ni a aceptar lo que le pedían, o sea, que dejara de incordiar con sus preguntas y se callara de una vez, sino que dijo que lo justo sería que le alimentase el estado de Atenas hasta su muerte:
Pues la verdad es lo que voy a decir, atenienses. En el puesto en el que uno se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un superior, allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna, más que la deshonra. (…) Al ordenarme el dios, según he creído y aceptado, que debo vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, si abandonara mi puesto por temor a la muerte o a cualquier otra cosa.
Atenienses, temer la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprochable ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades, también reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien.
En su última conversación con unos amigos intentó convencerles de que la filosofía es una preparación para la muerte, y que la muerte no es real, porque no puede afectar al alma, que es la esencia del hombre.
Así cuenta Platón sus últimos momentos:
El sol estaba ya cerca de su ocaso, pues había pasado mucho tiempo dentro. Llegó recién lavado, se sentó, y después de esto no se habló mucho. Vino el servidor de los Once y, deteniéndose a su lado, le dijo:
-Oh Sócrates, no te censuraré a ti lo que censuro a los demás, el que se irritan contra mí y me maldicen cuando les transmito la orden de beber el veneno que me dan los magistrados. Pero tú, lo he reconocido durante todo este tiempo, eres el hombre más noble, de mayor mansedumbre y mejor de los que han llegado aquí, y ahora también bien sé que no estás enojado conmigo, sino con los que sabes que son los culpables. Así que ahora, puesto que conoces el mensaje que te traigo, salud, e intenta soportar con la mayor resignación lo necesario. Y rompiendo a llorar, se dio la vuelta y se retiró.
Sócrates, entonces, levantando su mirada hacia él, le dijo:
-También tú recibe mi saludo, que nosotros así lo haremos. -Y, dirigiéndose después a nosotros, agregó-: ¡Qué hombre tan amable! Durante todo el tiempo que he pasado aquí vino a verme, charló de vez en cuando conmigo y fue el mejor de los hombres. Y ahora ¡qué noblemente me llora! Así que, hagámosle caso, Critón, y que traiga alguno el veneno, si es que está triturado. Y si no que lo triture nuestro hombre.
-Pero, Sócrates -le dijo Critón:- el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho después de haberles sido comunicada la orden, y tras haber comido y bebido a placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que deseaban. No te apresures, que todavía hay tiempo.
-Es natural que obren así, Critón -repuso Sócrates-, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de hacer el ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna. Anda, obedéceme - terminó - y haz como te digo.
Al oírle, Critón hizo una señal con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste, y después de un largo rato regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:
-Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?
-Nada más que beberlo y pasearte - le respondió - hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto.
Y, a la vez que dijo esto, tendió la copa a Sócrates.
La tomó éste con gran tranquilidad, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de reojo como un toro, según tenía por costumbre, y le dijo:
-¿Qué dices de esta bebida con respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?
-Tan sólo trituramos, Sócrates - le respondió - la cantidad que juzgamos precisa para beber.
-Me doy cuenta - contestó -. Pero al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!
Y después de decir estas palabras, lo bebió conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin dificultad.
Hasta este momento la mayor parte de nosotros fue lo suficientemente capaz de contener el llanto; pero cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A mí también, y contra mi voluntad, me caían las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo. Critón, como aún antes que yo no había sido capaz de contener las lágrimas, se habia levantado. Y Apolodoro, que ya con anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces, entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no conmoviera. Pero entonces nos dijo:
-¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Venga, estad tranquilos y mostraos fuertes.
Y, al oirle nosotros, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. El, por su parte, después de haberse paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas, y yendo subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido. Y le siguió tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría. Tenia ya casi fría la región del vientre cuando, descubriendo su rostro -pues se lo había cubierto -, dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:
-Critón, debemos un gallo a Asclepio [el dios de la medicina]. Pagad la deuda, y no la paséis por alto.
-Descuida, que así se hará - le respondió Critón -. Mira si tienes que decir algo más.
A esta pregunta de Critón ya no contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento, y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.
Asi fue el fin de nuestro amigo, de un hombre que, podríamos afirmar, fue el mejor a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos.
¿Por qué diría Sócrates esas últimas palabras? ¿Qué creeis que significan?
No se rebajó, como otros en su situación, a pedir clemencia llorando ni a aceptar lo que le pedían, o sea, que dejara de incordiar con sus preguntas y se callara de una vez, sino que dijo que lo justo sería que le alimentase el estado de Atenas hasta su muerte:
Pues la verdad es lo que voy a decir, atenienses. En el puesto en el que uno se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un superior, allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna, más que la deshonra. (…) Al ordenarme el dios, según he creído y aceptado, que debo vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, si abandonara mi puesto por temor a la muerte o a cualquier otra cosa.
Atenienses, temer la muerte no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser la más reprochable ignorancia la de creer saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo suficientemente sobre las cosas del Hades, también reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea dios u hombre. En comparación con los males que sé que son males, jamás temeré ni evitaré lo que no sé si es incluso un bien.
En su última conversación con unos amigos intentó convencerles de que la filosofía es una preparación para la muerte, y que la muerte no es real, porque no puede afectar al alma, que es la esencia del hombre.
Así cuenta Platón sus últimos momentos:
El sol estaba ya cerca de su ocaso, pues había pasado mucho tiempo dentro. Llegó recién lavado, se sentó, y después de esto no se habló mucho. Vino el servidor de los Once y, deteniéndose a su lado, le dijo:
-Oh Sócrates, no te censuraré a ti lo que censuro a los demás, el que se irritan contra mí y me maldicen cuando les transmito la orden de beber el veneno que me dan los magistrados. Pero tú, lo he reconocido durante todo este tiempo, eres el hombre más noble, de mayor mansedumbre y mejor de los que han llegado aquí, y ahora también bien sé que no estás enojado conmigo, sino con los que sabes que son los culpables. Así que ahora, puesto que conoces el mensaje que te traigo, salud, e intenta soportar con la mayor resignación lo necesario. Y rompiendo a llorar, se dio la vuelta y se retiró.
Sócrates, entonces, levantando su mirada hacia él, le dijo:
-También tú recibe mi saludo, que nosotros así lo haremos. -Y, dirigiéndose después a nosotros, agregó-: ¡Qué hombre tan amable! Durante todo el tiempo que he pasado aquí vino a verme, charló de vez en cuando conmigo y fue el mejor de los hombres. Y ahora ¡qué noblemente me llora! Así que, hagámosle caso, Critón, y que traiga alguno el veneno, si es que está triturado. Y si no que lo triture nuestro hombre.
-Pero, Sócrates -le dijo Critón:- el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho después de haberles sido comunicada la orden, y tras haber comido y bebido a placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que deseaban. No te apresures, que todavía hay tiempo.
-Es natural que obren así, Critón -repuso Sócrates-, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de hacer el ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna. Anda, obedéceme - terminó - y haz como te digo.
Al oírle, Critón hizo una señal con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste, y después de un largo rato regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:
-Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?
-Nada más que beberlo y pasearte - le respondió - hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto.
Y, a la vez que dijo esto, tendió la copa a Sócrates.
La tomó éste con gran tranquilidad, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de reojo como un toro, según tenía por costumbre, y le dijo:
-¿Qué dices de esta bebida con respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?
-Tan sólo trituramos, Sócrates - le respondió - la cantidad que juzgamos precisa para beber.
-Me doy cuenta - contestó -. Pero al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!
Y después de decir estas palabras, lo bebió conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin dificultad.
Hasta este momento la mayor parte de nosotros fue lo suficientemente capaz de contener el llanto; pero cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A mí también, y contra mi voluntad, me caían las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo. Critón, como aún antes que yo no había sido capaz de contener las lágrimas, se habia levantado. Y Apolodoro, que ya con anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces, entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no conmoviera. Pero entonces nos dijo:
-¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Venga, estad tranquilos y mostraos fuertes.
Y, al oirle nosotros, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. El, por su parte, después de haberse paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas, y yendo subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido. Y le siguió tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría. Tenia ya casi fría la región del vientre cuando, descubriendo su rostro -pues se lo había cubierto -, dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:
-Critón, debemos un gallo a Asclepio [el dios de la medicina]. Pagad la deuda, y no la paséis por alto.
-Descuida, que así se hará - le respondió Critón -. Mira si tienes que decir algo más.
A esta pregunta de Critón ya no contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento, y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.
Asi fue el fin de nuestro amigo, de un hombre que, podríamos afirmar, fue el mejor a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos.
¿Por qué diría Sócrates esas últimas palabras? ¿Qué creeis que significan?
¿Necesitamos aprender a morir? ¿Sócrates puede enseñarnos algo de eso?
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