Diálogo entre dos amigos de la ciudad de Mileto, uno de
ellos recién llegado de Sicilia, donde ha conocido a la escuela de Pitágoras
(los llamaremos M y P)
M.- ¡Querido amigo, bienvenido!, ¡dame un abrazo! En cuanto
he sabido que has vuelto, he venido al puerto a buscarte. ¿Nos harás el favor
de comer hoy con nosotros?
P.- ¡Encantado! Eso sí, tengo que advertirte que ya hace
tiempo que no como carne.
M.- Ciertamente, te veo algo más magro, aunque de aspecto
sano y sereno. Pero, dime, ¿¡tan mala era la carne en tierras itálicas!?
P.- ¡Ellos presumen de tener mejores reses que aquí en el
Asia Menor!
M.- Eso he oído, sí…
P.- Pero en Sicilia he conocido a una sociedad de amigos
filósofos que me ha enseñado, entre otras cosas, que todas las almas son
hermanas y transmigran de cuerpo a cuerpo: ¡quizás el cordero que asas es un
familiar tuyo, o podrías ser tú mismo, en otro momento o lugar!
M.- ¡Curiosa creencia, que, según tengo entendido, también
sostienen los lejanos santones de la India! ¿Recuerdas que nuestro viejo
maestro, Tales, decía que todo está lleno de principio vital? Pero él nos convenció
de que lo que llamamos nacimiento y muerte es una manera humana de hablar, y
que, en realidad, todo son transformaciones de la misma cosa, el fluido
primigenio. De allí salimos y allí volvemos, pagando nuestro precio por la
injusticia de haber querido ser seres separados, como poéticamente lo expresó
nuestro otro sabio conciudadano, Anaximandro.
P.- Precisamente de eso me gustaría dialogar contigo. Lo que
he escuchado en aquella escuela que te digo, fundada por un tal Pitágoras (al
parecer, un hombre muy superior a todos, una especie de encarnación de Apolo,
si haces caso a sus discípulos, que siguen una forma de vida muy escrupulosa),
me ha hecho pensar más profundamente en todo eso.
M.- ¡Excelente! ¿Me lo cuentas ya, mientras caminamos a
casa?
P.- Desde luego. Vamos a ver: nosotros siempre hemos pensado
eso que decías: que el cosmos todo es transformación de una única sustancia.
M.- Así es, una verdad indudable.
P.- Seguramente. Y, como decíamos a menudo, nuestra tarea
es, en cuanto al conocimiento, conocer con la mayor precisión esas
transformaciones, y, en cuanto a los actos, dejar de temer a la muerte y vivir
lo más de acuerdo posible con la naturaleza, con amistad, alegría y sensatez.
M.- Exacto.
P.- Sin embargo, a veces nos hemos preguntado por qué la
sustancia primitiva se transforma, en esto o en lo otro, por qué no es siempre
uniforme, o al menos caótica. Yo no conocí a Tales, pero lo que le escuché a
los que sí hablaron con él, no me resultó claro como… el agua, digamos.
M.- Bueno, a mí no me parece oscuro reconocer que la
sustancia primigenia tiene en sí misma un principio de vitalidad y creatividad,
que, en su dinamismo, produce todas las cosas.
P.- A mí, en cambio, me parece que, aunque los consideres ya
mezclados, son dos cosas: la masa o materia con la que se hace todo, y las
formas mismas que adopta esa masa en cada momento. ¿No las puedo separar, al
menos con el pensamiento: por ejemplo, la forma de planta y esta planta de ahí?
M.- Puedes. ¿Qué ocurre con eso?
P.- Algunos de entre nosotros decían que el propio Tales habría
hablado de que una Inteligencia universal dividía el agua. Y esto mismo, por
cierto, se dice en algunos mitos de tierras orientales, por ejemplo entre los
fenicios, según creo.
M.- Lo había oído, sí. Pero ¿qué necesidad hay de sutilizar
acerca de si se pueden separar las formas? ¿No basta con entender que están
dentro de la sustancia primitiva y única?
P.- ¿No piensas que es muy importante, incluso para comprender
qué somos nosotros, los mortales, saber si las formas y las mentes son o no
separables del fluido?
M.- Puede ser.
P.- La razón que tenía yo para no estar satisfecho, y que
con el tiempo he comprendido mejor, es que las formas no se transforman, ellas
mismas, sino que son eternas. Y no puedo entender, entonces, que existan
realmente solo en la masa primigenia, pues en ese caso cambiarían con los
cambios de esta. Pero no: son ellas las que, sin cambiar, dan forma aquí o allí
a las cosas que vemos. La forma Tres, por ejemplo, no se transforma, ni nace ni
muere, sino que es siempre la misma, y da forma a todos los cuerpos que tienen
algo ternario (por ejemplo, a la letra delta, D).
Así que más bien habría que decir que existen por una lado las formas y, por
otro, la sustancia amorfa, el Agua, o lo indefinido, como lo llamaba
Anaximandro (aunque él creía que eso es el todo y lo divino mismo), y que de la
mezcla de ambas, se produce lo que vemos. Como si hubiera arcilla por un lado
(el Agua), y un alfarero por otro (la Inteligencia), que da forma a aquel barro
para hacer las diferentes cosas.
M.- Bella explicación. Ahora bien, se me ocurre preguntarte:
¿cómo puede algo como las formas, que –según te entiendo- no son corpóreas,
causar algo sobre la sustancia natural, para producir todo esto que vemos y
tocamos?
P.- Exactamente, esa es la pregunta. Pues verás, aquí es
donde realmente empieza la enseñanza de la escuela de los pitagóricos: según
ellos, en verdad no existe otra cosa que formas. Más en concreto: Números; todo
es número. No me extraña que pongas esa cara de sorpresa: es lo mismo que me
ocurrió a mí las mil primeras veces que lo escuché (si es que estoy ya libre de
que me ocurra…)
M.- Explícamelo mejor, por favor.
P.- Escucha: supongo que crees, con los físicos en general,
que, en realidad, los colores, los olores, los sonidos… no son tal como los
percibimos; es más, que no existen: en un análisis más cuidadoso, son
movimientos de elementos más simples, y, en el fondo, del Agua misma, que ya no
tiene olor ni sonido ni color alguno.
M.- Sí, eso creo.
P.- Pues bien, da un paso más y piensa que todo lo que
llamamos cuerpos y naturalezas, incluida el Agua, son, en realidad, puras
formas o números, percibidos inadecuadamente por nuestra alma…
M.- … que también es un número, supongo…
P.- Supones perfectamente. Estos pitagóricos dicen que en
todo hay diferentes números, y que el Cosmos es una gran y perfecta Armonía. El
Uno o Mónada creen que es algo así como el Padre de todas las cosas. El Dos, o
Díada, lo identifican como la Materia…
M.- Claro, porque es divisible en partes iguales.
M.- ¡Increíble! Tendré que pensarlo detenidamente. Veo que
tu estancia en Sicilia no ha sido en vano…
P.- Pues he aquí lo mejor que creo haber aprendido de ellos,
y por lo que no me avergüenzo de llamarme pitagórico: es verdad que nacimiento
y muerte son una ilusión de la ignorancia humana, pero no porque seamos caducas
transformaciones del Agua, como yo creía antes, sino porque somos inmortales
formas que se manifiestan en muchos lugares y tiempos sin dejar de ser la
misma. Y nuestra tarea en esta vida es purificarnos mediante el conocimiento de
los números y de nuestra propia esencia, que es también una armonía y música, semejante
a la del cosmos. Todos somos formas dentro de la gran forma total y una. Por
eso debemos respetar las otras formas de vida, porque mi alma es la que alguna
vez estuvo en ese cordero que ponemos a asar.
M.- ¡Escucha esto: me has aguado la fiesta que te tenía
preparada, y me dará hasta pudor morder la pierna achicharrada del cordero (o a su número, si prefieres) delante de ti...! Solo te lo perdono porque a cambio me has traído de Italia ideas
sustanciosas para masticar y roer. ¿Al menos aceptarás un buen vino que llegó hace
poco del Ática, o tampoco eso está permitido a un ser puro como tú?
P.-¡ Yo soy un modesto principiante! Compartiré contigo esa
mezcla de agua y luz que te han traído unos amigos.
¿Qué te parece? ¿Es la realidad un cúmulo de transformaciones de una informe sustancia primigenia, o es un orden de formas eternas? ¿Es aceptable pensar que todo es, en el fondo, Número?
Hay un físico
actual, Max Tegmark, que defiende precisamente que todo el universo es un
objeto matemático, que la propia naturaleza es un producto de las matemáticas.
Puedes seguir indagando sobre Tegmark y su alucinante pitagorismo, que defiende que hay múltiples universos, aquí. y aquí
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