-No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. El alma no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees, pues, la fuerza, mi buen amigo, para instruir a los niños; que se eduquen jugando, y así podrás también conocer mejor para qué está dotado cada uno de ellos.
(Platón)

martes, 24 de octubre de 2017

La utilidad de la verosimilitud (los sofistas)

Discurso (ficticio, pero real) de inauguración del máster de Educación para Ciudadanos. Impartido por el reputado intelectual, Protágoras de Abdera.


Queridos ciudadanos de Atenas,
cuantos os habéis inscrito en este curso, haciendo un esfuerzo económico que podíais haber destinado a cosas más usuales y aparentemente prácticas, queréis, es de suponer, aprender algo de este presunto sabio que soy yo, y confiáis en que tenga algo muy importante que aportaros. Muy bien. Y ¿qué es lo andáis buscando? ¿Qué puede aportaros un humilde intelectual venido de lejanas tierras, un extranjero sin oficio, sin más oficio que la palabra?

Algunos, quizá, vengan con la sincera creencia de que van a encontrar aquí la Verdad, con mayúsculas, o al menos una parte de ella. Otros vendrán pensando que van a encontrar aquí algo útil, una profesión con la que sustentarse y sustentar a su familia el resto de sus días. Ambos aciertan, en parte, pero ambos se equivocan también.

Tal vez algunos crean que les voy a mostrar todo lo divino y humano, como se suele decir. Pues bien, ya os digo de antemano que de los dioses no diré ni una palabra, porque no tengo la capacidad suficiente para decir nada de ellos. Ni, a decir verdad, creo que la tenga nadie, por más que algunos presuman de saber mucho del asunto. En todo caso, otros os enseñarán esas cosas a quienes os interesen. Yo me limitaré a lo humano, que ya es mucho. Os hablaré de la verdad, tal como yo la entiendo. Y os enseñaré lo más útil para vuestras vidas. Pero, sobre todo, querría que, después de este curso, fueseis mejores ciudadanos de vuestra ciudad y del mundo, y personas más hábiles para conseguir su felicidad. Ahora bien, quienes vengan buscando a un filósofo que conoce la verdad absoluta de todas las cosas, pueden volver a la secretaría y pedir que le devuelvan el dinero. A esos no he logrado explicarles, mediante la publicidad que habéis encontrado por toda la ciudad, qué saber imparto yo.

Voy a empezar hablando de la Verdad, esa grandilocuente palabra. Puede que alguno de vosotros haya leído los libros de los sabios, de Tales el milesio, de Anaxágoras el de Clazómenas, pero que vive en esta ciudad desde hace tiempo, o del itálico Parménides, o de la secta de los pitagóricos, o del oscuro Heráclito, el efesio. Todos y cada uno de ellos tienen una verdad que ofrecernos, y su verdad es, si les creemos, la Verdad absoluta y última, el cómo son las cosas en sí mismas. Desgraciadamente, es difícil encontrar a dos de ellos que tengan la misma verdad absoluta. Sin embargo, todos son muy hábiles para demostrarnos que la suya es la verdad verdadera, y en ordenarnos que les sigamos.

Pues bien, yo, que también les he leído y estudiado, y me he devanado los sesos con sus libros difíciles, he llegado también a Mi verdad (quiero resaltar lo de ‘mi’). Os la voy a decir desde ahora mismo. Mi verdad, la verdad que he descubierto, escuchad, es… que no existe la verdad. No hay la Verdad absoluta, y es inútil buscarla. Hay tu verdad, tu verdad, la verdad de Anaximandro, la de Homero, la de las ranas. Pero no hay La Verdad, sola y única. Y si la hubiera, nosotros no podríamos conocerla. Es más, aunque alguno lograse conocerla, no podría contárnosla a los demás.

¿Por qué pienso así? Os lo contaré de manera muy sencilla. ¿Qué es eso de La Verdad? Los filósofos dicen que la Verdad es la Verdad en sí misma, independiente de cómo la crea yo o tú. Tú y yo no vemos más que apariencias, pero la Verdad en sí misma está más allá o detrás de las apariencias. Y yo me preguntaba: ¿cómo puedo escapar yo de las apariencias, y encontrar esa realidad real? Y por fin comprendí que eso es imposible. Yo jamás saldré de mí mismo. Uno no puede dejar de percibir lo que ve como lo ve, aquí y ahora. Lo que yo veo y creo, no puede ser falso para mí. Puede serlo para ti, pero eso es otro asunto. Si tú me convences de algo, es decir, si consigues que yo piense como tú, entonces habrás cambiado mi creencia acercándola a la tuya. Eso es todo: no estaremos ahora más cerca de la verdad. La verdad, sin relación contigo o conmigo, carece de sentido. ¿Comprendéis? El hombre es la medida de todo, de lo que existe y de lo que no.

Algunos, cuando me oyen decir esto (acaso a vosotros se os está ocurriendo lo mismo), me dicen: pero, Protágoras, los filósofos se toman la molestia de razonar lo que dicen. A esto contestaré dos cosas. Lo primero es que uno no puede razonarlo todo. Ciertas cosas las dará por supuestas. Hay gentes, por ejemplo, que creen que la manera de demostrar una cosa es sacrificando un gallo y mirando sus intestinos. Si un filósofo les dice que tienen que atenerse a su manera de argumentar, y dejarse de gallos, o de libros sagrados, y coger las palabras del filósofo, estará haciendo una descarada petición de principios.

Lo segundo que tengo que decirle a ese, es esto: resulta que los propios filósofos están continuamente contradiciéndose, no sólo unos a otros, sino cada uno a sí mismo. Unos dicen que todo es uno, pero ya al decirlo se están traicionando, porque sus propias palabras les desmientes. Otros dicen que todo viene del infinito, pero ese infinito lo expresan en palabras concretas y finitas. El inteligente Gorgias, el leontino, ha demostrado que, en realidad, nada es. Que ¿cómo? Pues así: si hubiese ser, dice, tendría que venir de algo o de la nada. De la nada, decimos que nada sale. Pero si el ser viniese de algo, sería de otro ser, o sea, que el ser viene del ser. Y eso es lo mismo que decir que no ha venido, sino que no tiene principio. Pero lo que no tiene principio, no existe. Así que nada es. Gorgias ha inventado este razonamiento de broma, claro…, y en serio.

Cuando decimos de una teoría que es verdadera, sólo estamos diciendo que yo la creo, que me gusta, que me siento irresistiblemente inclinado a afirmarla. Eso le pasa a cualquier creyente en algo. Ahora bien, los hay más o menos fanáticos. Muchos filósofos, lo digo como sinceramente me lo dicta mi corazón, son fanáticos, fanáticos de ciertas creencias, llamadas razonamientos, que creen que todo el mundo debería compartir.

Muy bien, me diréis, si como dices no hay ninguna verdad superior a otra, ¿qué tienes tú que enseñarnos? ¿Para qué te hemos dado nuestro dinero? Aquí pasamos a lo segundo y más importante (no vayáis todavía a pedir que os devuelvan el dinero de la matrícula). Claro que no todas las verdades son iguales. Claro que hay sabios e ignorantes. Pero ¿qué es lo que distingue a un sabio de un ignorante? No el que uno sepa la Verdad con mayúsculas y el otro no, porque cada uno tiene su punto de vista, verdadero para él. La diferencia es que unos puntos de vista son más útiles que otros para cubrir nuestras necesidades. Y esto es lo verdaderamente importante. Yo querría enseñaros, no la verdad, sino la creencia más conveniente y útil.

Ahora, ¿qué necesitamos para eso? Pues es muy sencillo, aunque es a la vez muy difícil de conseguir. Necesitamos los mejores medios para satisfacer nuestros deseos. Se dice pronto, ¿verdad?

Son dos cosas: primero, nuestros deseos. ¿Cuáles son nuestros deseos? Los filósofos dicen saber, por supuesto, qué tenemos que desear tú, y tú, y yo. Pero, desde luego, están equivocados. Ellos no pueden saber qué tienes que desear tú, porque eso es algo que, sencillamente, tienes que elegir tú. Igual que creen que hay una Verdad absoluta, ellos creen que existe lo Bueno en sí. Pero mirad lo que os digo: yo he viajado mucho. Y ¿sabéis qué he comprobado? He comprobado que en cada sitio la gente creía que lo bueno por naturaleza era lo que hacían y querían hacer ellos. Aunque para las personas de otros lugares se tratase de cosas absurdas. Unos pueblos comen carne, otros no quieren ni verla. Unos, cerdo; otros, ranas. Unos se afeitan la cabeza, otros se dejan melena. Unos creen que la homosexualidad es un pecado, otros creen que es sagrada; incluso sé de pueblos que comen carne humana. ¿Puede alguien decir que unas de esas cosas son buenas y otras malas? No puede. Lo bueno, para uno, es lo que uno aprueba, lo que quiere y desea. Aunque a otros les parezca horrible. En esto, pues, no puedo enseñaros mucho. Miraos a vosotros mismos y preguntaros: ¿qué me gusta a mí, verdaderamente? No qué dicen otros que tendría que gustarme. Así no serás nunca feliz.

Pero hay una segunda cosa, que son los medios para conseguir vuestros deseos. Si yo deseo una casa, necesito un terreno donde construirla. Si no la deseo, eso es completamente inútil para mí. Hay cosas útiles e inútiles, no buenas o malas. Son útiles las que me llevan a donde quiero. Inútiles, las demás.

Y ¿qué pintas tú en esto?, estará pensando alguien. Escuchad ahora bien. ¿Sabéis cuál es la herramienta más útil de todas? ¿No? Pues, para hablar en tono mítico (así, de paso, tengo algo que decir sobre lo divino) esa herramienta nos la dieron los dioses, para que nos pudiéramos proteger y defender de la naturaleza, para que la dominásemos a nuestro deseo. Esa herramienta se llama Palabra. La Palabra es lo más útil que hay. Hay una segunda herramienta, hermana de la palabra. Se llama Política. Quien sabe manejar estas dos herramientas, sabe todo lo que un mortal puede saber para hacer su vida mejor.

Eso es lo que os enseñaré: os enseñaré los secretos de la Palabra, y su hija la Política. Debéis manejar bien las palabras, para que digan lo que queremos que digan, lo que cada uno quiere decir con ellas. Las palabras tienen que significar lo que vosotros queráis, para hacer con ellas el mundo que deseáis.
Os enseñaré el secreto de la política. Vosotros tenéis mucho camino hecho, porque vivís en una democracia. La democracia es ese lugar donde nadie le dice a nadie qué es verdadero o bueno en sí mismo, ni cómo debe vivir. Cada uno decide su vida, y es tolerante con las vidas de los demás, aunque a él no le encanten. Y la democracia es, sobre todo, donde se usa la palabra, la palabra para convencer a los demás, para que vean las cosas como yo, y vivamos en paz entre semejantes.

A quienes esto les parezca poco, pueden ya pedir que se les devuelva el dinero de la matrícula, y pueden dirigirse a alguno de esos filósofos que ya conocéis. Yo mismo os puedo dar varias direcciones, porque las frecuenté en otros tiempos. Al resto de vosotros, bienvenidos. Si os quedáis, habré demostrado hoy mismo que, efectivamente, la palabra es el mejor instrumento. Pero comprometo otra demostración. Cuando terminéis este curso, sabréis usar la palabra de manera que nadie os convencerá de lo que no deseáis, y en cambio vosotros convenceréis a todos. Así que, os doy esta garantía: si, acabando este curso, uno de vosotros pierde el primer juicio al que se presente, le devolveré todo su dinero.

¿Qué os parece este discurso? ¿Pagaríais el curso -si tuviéseis dinero-?

Ver también  esta otra entrada sobre los sofistas

martes, 17 de octubre de 2017

Heráclito, la oscuridad luminosa

(Narración, ficticia y, por tanto, real)

Sin hacer caso de las gentes, que dicen que es un loco soberbio y huraño, un día subí hasta la cabaña del viejo Heráclito, el filósofo solitario que, según cuentan, se alimenta de raíces y dice cosas incomprensibles. Lo encontré jugando a las tabas con unos niños. La fama dice que sólo a los niños les tiene aprecio. Me detuve a unos pasos de ellos y, al notar mi presencia, el viejo dijo:
-¿Qué quieres? ¿Sabes el juego de las tabas?
-Sí –dije-, pero vengo a otra cosa.
-¿A qué vienes? –dijo, secamente.
-A conocer tu sabiduría –contesté.
-¿Sabiduría? –dijo, en tono irónico-. Si sabes jugar a las tabas ya eres señor de toda la sabiduría –hizo un silencio. Yo tampoco dije nada. Luego siguió:
-Vete, no tengo nada que enseñarte. En la ciudad hay muchos maestros, pueden enseñarte a ser un buen ciudadano, rico y respetado.
-Ya los conozco –dije yo-. Ahora quiero saber qué dices tú, al que ellos toman por loco.
-Hazles caso –dijo él-. Lo que tengo que decir no sirve para nada, y es absurdo, enemigo de la normalidad.
-Ya sé lo que dicen los normales –insistí yo-, quiero saber también lo absurdo.
-Piénsalo tú mismo, como he hecho yo: estudiarme a mí mismo –dijo en su tono seco.
-Creía –dije- que los que han pensado algo profundo aman a las personas, y están dispuestos a hablar con ellos si los ven deseosos de comprender. ¿Tu sabiduría te lleva a rechazar la amistad?
Entonces él se me quedó mirando, con una mezcla de curiosidad y cierta satisfacción, y con un tono más dulce, me dijo:
-¿Sabes digerir raíces?
-Dicen que son muy amargas –contesté.
-Y por eso mismo son lo más dulce –dijo él.
-Sí, querría ir a las raíces: son las que sujetan el árbol –dije.
-Porque están ocultas a la vista y no son aparentes –dijo.- Lo que yo pueda decirte es locura para los más, que sólo creen lo que se ve, e ignoran la luz oculta. Los más viven en sueños, son propiamente idiotas.
-¿Cuál es nuestra idiotez? –pregunté.
-La idiotez –contestó, mientras seguía jugando a las tabas con los niños- es vivir en un mundo propio, y no conocer el mundo común. Pero hay una única Razón, que lo gobierna todo y es todo. Ella es un fuego vivo, que todo lo crea y todo lo devora, y que huele a diferentes cosas según las hierbas que consume.
-¿Y cuál es esa Razón única? –le pregunté.
-Las gentes, encerradas en su sueño, creen que lo blanco es blanco y lo negro es negro; que lo vivo es vivo y lo muerto, muerto; que lo sagrado es sagrado y lo profano es profano; que lo bueno es lo bueno y lo malo es lo malo.
-Eso creen todos –asentí.
-Sin embargo –siguió-, lo blanco se oscurece y lo negro blanquea; lo vivo muere y lo muerto nace a la vida; lo sagrado se profana y lo profano se consagra; lo bueno hace el mal y lo malo se hace bueno. Esto no le llama la atención al que está metido en el sueño que llaman vida.
-¿Por qué tenía que llamarle la atención que las cosas cambien? –dije.
-Tenía que llamarnos la atención que lo mismo, exactamente lo mismo, se haga justo lo contrario, sin dejar de ser exactamente el mismo e incluso por eso mismo.
-¿Quieres decir que la misma cosa, yo por ejemplo, permanece a través de los cambios? –le pregunté yo.
-No sólo eso –contestó-: es que es la misma gracias a que cambia, como un medicamento, que si no lo agitas se descompone. Y es diferente gracias a que es la misma, como el camino hacia arriba es el mismo que el camino hacia abajo. La normalidad idiota es la que distingue y se queda con sólo una parte. Si esto es blanco, no es negro, si es bueno, no es malo. La normalidad idiota querría eliminar lo negro y quedarse sólo con lo blanco, eliminar lo malo y quedarse con lo bueno… No ven que la guerra es la madre de todo, y que si eliminas uno eliminas el contrario. Sin mortales, no hay dioses, sin dioses no hay mortales.
-Sin invierno no hay primavera, sin dolor no se aprecia la felicidad –dije.
-Es más –siguió él-, no ven que lo uno es lo otro a la vez, que lo más claro es justo lo más oscuro.
-Eso es mucho más difícil de comprender –dije yo.
-Sí, para nuestro entendimiento limitado –contestó-. No comprender eso nos hace mortales. Aunque hasta en las vidas de los más simples se experimenta esto que te digo (o, más bien, lo que dice la Razón por medio de mi boca): por ejemplo, cuando llegan a sentir que una felicidad desbordante no se distingue de la mayor tristeza; o que quien más te cuida es tu mayor tirano; o que lo más luminoso ciega, y la mayor oscuridad, brilla. Pero con su razón no llegan a ver que lo Uno es lo mismo que lo Otro, que el Ser es lo mismo que la Nada, que lo más grande, lo absolutamente grande o infinito, es lo mismo que lo infinitamente pequeño… precisamente porque son contrarios. La sabiduría única dice que cuanto más contrarias son dos cosas más se acercan a ser la misma, y lo totalmente contrario es absolutamente lo mismo. Por eso la mayor sabiduría es la mayor locura, mientras que los ignorantes corrientes son los cuerdos.
-Al sentido común le cuesta seguir a esa Razón común de la que hablas –dije yo.
-Si no abandonas el sentido común –me contestó-, si no ves la idiotez de la normalidad, no puedes entender esto. Si conservas la cordura, la perderás; si la abandonas, la conseguirás. –Hizo un pequeño silencio, y luego siguió-: ¿Ves estas tabas? Los adultos lo llaman un juego. Saben lo que es un juego y lo que va en serio. Lo que ellos hacen es lo real: su política y sus guerras, sus negocios y sus pérdidas, sus hijos y su enemigos, sus esposas o esposos y sus ponerse los cuernos… todo eso es realmente serio, creen ellos. En verdad, es tan juego como las tabas. Es un ridículo juego. No comprenden que tomarse las cosas en serio es estar metido en un juego, y tomarse las cosas como un juego es lo único serio. El dios comprende todo en uno, y ve que guerra y paz son lo mismo. Pero nosotros somos como monos comparados con el dios. Nosotros ponemos nombres a las cosas, y lo que es esto no puede ser aquello. El dios, en cambio, tiene y no tiene nombre.
-¿Qué nombre tiene? –dije yo.
-Los griegos –me contestó- le llaman Zeus, o sea, luz, que es lo más grande. Pero con eso lo separan de la oscuridad. En cambio, el dios no está separado de nada, para el ser Absoluto nada es malo o despreciable. Por eso no puede ponérsele ningún nombre, ni adorársele de ninguna manera. Quiere y no quiere llamarse Zeus.
-¿Nunca podremos comprender eso, entonces? –le pregunté.
-Precisamente ahora lo comprendes –contestó-. Lo comprendes no comprendiéndolo, y no lo comprendes al intentar comprenderlo.
-Viejo Heráclito –le dije, entonces-, tú llevas años pensando en todo eso, y tu gran inteligencia te ha permitido llegar tan lejos que te sientes un extranjero entre los hombres. ¿Qué les dirías, si te pidiesen que les resumieses todo tu saber?
-Los hombres –dijo- dicen buscar el sentido de la vida, la solución al misterio de la muerte. Es verdad que muy a menudo se olvidan de eso, y se dedican a sobrevivir y reproducirse, generación tras generación. Pero el sentido de las cosas está ahí mismo, en cada uno de ellos. Lo encontrarán cuando vean que el sentido es lo mismo que el sinsentido; lo solucionarán cuando vean la vida como muerte y la muerte como vida.
-¿Cómo puede verse a la muerte como vida? –dije yo- ¿Crees que merece la pena decirles algo tan desesperanzador?
-Sólo es desesperanzador para el que no sabe qué es vivir –me contestó-. En lo que llaman vida no hay más que un continuo morir, instante a instante, para repetirse su nada. En la muerte alcanzamos la indistinción, y nos convertimos otra vez en el Zeus y Fuego y Razón única. Ya no distinguimos vida de muerte, felicidad de tristeza: despertamos. Pero los hombres quieren aferrarse a su sueño, y no quieren despertar, aunque en el sueño sufren continuamente. Aprende de esto, del juego. El reino es de un niño.

Esa fue mi primera conversación con el oscuro Heráclito, como le llaman los más, los “idiotas”, según los llama, cariñosamente, el viejo. Después he subido varias veces hasta su choza. Con el tiempo, he aprendido todos los secretos de las tabas, y se jugar sin pensar, y entonces lo comprendo todo. O eso me parece.

¿Qué piensas tú de un pensamiento como éste? ¿Sabiduría y locura son lo mismo? ¿Los contrarios son idénticos?

Ver también esta otra entrada sobre Heráclito

jueves, 21 de septiembre de 2017

Del nacimiento de la filosofía. Mito y Logos


Se dice que el nacimiento de la Filosofía en Grecia es el momento en que la humanidad, como si pasase de la infancia a la adolescencia, comienza a buscar explicaciones lo más puramente racionales y menos míticas posible acerca del origen, por qué y sentido de todas las cosas: ¿qué es real, auténticamente real (no aparente)?, ¿qué es bueno y justo?, ¿qué es bello?

Eso no significa que los humanos no se hicieron antes esas preguntas.  Pero, hasta que surgieron los filósofos griegos, las respuestas a todas esas preguntas eran más imaginativas (mágicas, zoomórficas, antropomórficas…) que racionales, más basadas en la autoridad que en la reflexión crítica, y más sometidas a intereses prácticos que sistemáticas. El filósofo griego se dio cuenta de que –como dice irónicamente Jenófanes de  Colofón- los tracios se figuraban a sus dioses, rubios y altos, como son ellos mismos, y los etíopes se los imaginaban negros: si los caballos imaginasen, se imaginarían a sus dioses como caballos. Figuramos a los dioses a nuestra imagen y semejanza. En Grecia, los llamados filósofos intentan comprender y conceptualizar a los "dioses" o a los principios, causas y elementos de la realidad.

¿Por qué ocurre esto en Grecia? Bien, podemos imaginar varias hipótesis: aparte de porque la humanidad, después de los grandes imperios anteriores, estaba ya “madura” para ello (los griegos tomaron todo el saber que pudieron de los egipcios y los persas), Grecia se vio favorecida por ciertas razones naturales: siendo un país lleno de islas y montañas, tuvo que organizarse en pequeños núcleos humanos muy independientes (más difíciles de controlar por un poder político y religioso muy jerárquico y centralizado) y a comerciar, mediante el mar, con otras civilizaciones: viajar y conocer otras culturas es, como se sabe, una buena manera de abrir la mente, pues compruebas que hay más de una manera de vivir. Conocer otras culturas te ayuda a pasar desde Zeus, Brahma o Ra a, por ejemplo, "la divinidad" o incluso el Principio o Esencia de todo. 


                          

                                                            ****

Os invito a leer un ficticio diálogo entre el primer filósofo, Tales de Mileto, y un escriba o sabio egipcio, con los que, cuenta la historia que Tales pasó un tiempo.


Tales.- Bien, querido maestro: ya he preparado mis cosas, dentro de un momento parto para Mileto.

Escriba.- Como quieras, no te insistiré más…

Tales.- Deseo repetirte mi enorme agradecimiento por haberme hecho partícipe de vuestra sabiduría. Los griegos, quiero creer, siempre seremos conscientes de la deuda que tenemos con vosotros, por vuestra sabiduría perenne, frente a nuestras siempre inestables dudas. Sois algo así como nuestro abuelo sabio.

Escriba.- Pero, escucha -¡voy a incumplir mi recién pronunciada palabra!-: ¿por qué, entonces, no te quedas aquí, compartiendo y acrecentando este saber? He conseguido la difícil autorización del Faraón… Serías un gran maestro, por tu penetración y tus moderadas necesidades. ¡A cuántos escribas egipcios, ignorantes y glotones, podrías servir de ejemplo!

Tales.- No tengo palabras para agradecer tu estima, que no merezco…

Escriba.- ¡Déjate de eso! ¿Qué te reclama en Grecia? Tú mismo nos has contado cómo allí los sabios tienen que buscar su supervivencia, entre la incomprensión y las burlas del pueblo, rebelde y desobediente, que cree que lo sabe todo. Incluso estáis perdiendo el sentido de lo divino y del poder, y cada vez más os gobiernan los comerciantes y los aduladores.

Tales.- Tienes razón. Con todo, maestro, prefiero volver a Mileto.

Escriba.- ¿Sabes? Creo que, por alguna extraña razón, no me explicas por qué…

Tales.- Aciertas. Y me doy cuenta de que, con eso, demuestro mi falta de agradecimiento y mi doblez griega… Así que, voy a decírtelo, aunque ello sea mi ruina.

Escriba.- Habla sin miedo.

Tales.- Maestro, creo que vuestra civilización, perfectamente organizada como un panal, con un rey que creéis nombrado por el Dios de la Luz universal, y repitiendo, año tras año, como las estaciones o el cielo, el mismo ritual, está, en verdad… muerta. Sois un pueblo inmóvil, como vuestros túmulos al faraón. En cambio, los griegos, como vosotros mismos reconocéis, somos jóvenes aún. Para alguien que está ansioso de conocimiento, es mucho más interesante un charco griego, tempestuoso de vida, que un enorme estanque calmo. Solo en el primero puede surgir nuevo pensamiento.

Escriba.- ¿Pensamiento y vida en el desorden? ¡Pensamiento y vida son orden, a imitación del Cielo!

Tales.- Quizá el pensamiento y la vida del Sol sean así, pero no las nuestras. Nuestro pensamiento, pienso yo –permíteme que ose decirte mi opinión- crece solo a partir de la pregunta, y nuestra vida, a partir de lo imprevisto. A vosotros no os quedan preguntas y os están prohibidas las verdaderas respuestas, porque vuestros mitos son incuestionables. Y, aunque encierran, seguramente, una gran sabiduría inconsciente, me resultan como… los cuentos de los niños. Los griegos, en cambio, parecemos destinados a pedir razones y a no aceptar autoridad. Y eso es precisamente lo más importante…

Escriba.- Explícate.

Tales.- Yo quiero investigar, por mí mismo, las razones de todas las cosas, las razones por sí mismas: no para mayor honra de los dioses o del rey, ni por temor a ellos, sino para honra de la propia razón y por temor solo a la ignorancia. No me malentiendas, no digo que no necesitemos a los demás. Pero nosotros dialogamos más en la plaza, como se hacen los contratos entre comerciantes, entre iguales (tienes razón, somos comerciantes…), no en la escuela, donde el maestro está elevado en su estrado. Los griegos no podríamos tolerar a un faraón, porque somos todos iguales.

Escriba.- ¿Con toda tu inteligencia no eres capaz de comprender que la igualdad de los hombres es una falsedad, promovida por los que quieren ganarse el apoyo, bestial e ignorante, de la masa, para sus intereses egoístas? ¿Crees que el valor se mide en el Mercado?

Tales.- Los hombres somos desiguales, sí, por naturaleza y por las circunstancias de la fortuna y la injusticia de la sociedad. Y, no, no se mide el valor en el Mercado. Pero esa desigualdad de los hombres debe ser combatida y puesta a prueba en el diálogo en igualdad, y el poder debe circular entre todos, como el dinero. Eso pienso, como ingenuo griego.

Escriba.- ¿Así que crees que los griegos sois superiores a nosotros, los egipcios, y a las otras civilizaciones perennes?

Tales.- Los griegos, en el fondo –te va a parecer absurdo-, solo creemos que somos superiores por una cosa: porque no creemos que haya ninguna civilización superior, y que el Logos es único en todos los hombres, y a él deben responder los dioses.

Escriba.- Tales, creo que, como dices, los griegos debéis de tener un destino nuevo, que nosotros no sabemos entender bien ni podríamos, quizá, soportar. Marcha, y ten toda la suerte y el amparo de los dioses.

Tales.- Gracias, maestro. Tendré siempre presente vuestra enseñanza.

¿Qué te sugiere este diálogo? ¿Significó para la humanidad un cambio, un progreso o un empobrecimiento, el nacimiento de la filosofía griega?