-No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. El alma no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees, pues, la fuerza, mi buen amigo, para instruir a los niños; que se eduquen jugando, y así podrás también conocer mejor para qué está dotado cada uno de ellos.
(Platón)

martes, 1 de diciembre de 2015

El síntoma del "síndrome de Diógenes".

Hablando de los “grandes” me había olvidado (¡como no!) de los pequeños.

Diógenes de Sinope, "el Cínico" o "perruno" (siglos IV – III a. c.), quiso vivir de manera natural, es decir, sin los artefactos artificiales y las artimañas arteras de la sociedad y la convención. Por eso su casa era una tinaja, y sus únicas propiedades, un manto, un zurrón, una garrota y un cuenco… hasta que vio a un niño que cogía el agua con las manos, y entonces Diógenes se deshizo de su cuenco: "Este niño me ha enseñado que tenía cosas que no necesito".


Se dice que andaba con una linterna, diciendo que buscaba un humano. Pero, claro, sólo encontraba políticos, profesores, abogados, trabajadores, amas de casa…

Un día se masturbaba en la plaza pública de Atenas, y algunos ("gentecilla de bien" los llamaría Brassens) le reprendieron. Él contestó: -¡Ojala el hambre se quitase también sólo con frotarse la barriga!

Una vez Alejandro Magno fue a verle y le preguntó: -¿Puedo hacer algo por ti? Diógenes contestó: -Sí, puedes quitarte del medio, porque me tapas el sol.

Diógenes tenía consciencia de la pequeñez y caducidad de las cosas, y también, por eso, seguramente de su belleza. En esto era lo opuesto a Platón: no necesitaba creer en la eternidad ni en las ideas. Se cuenta que un día fue a casa del gran Platón, y como este le dijera: "por favor, si vas a escupir sobre algo, como es tu costumbre, hazlo sobre lo menos valioso que veas", Diógenes escupió en la cara de Platón.

No sé bien por qué extraños caminos se ha llegado a identificar su nombre con esa “enfermedad” (síndrome) de algunas personas que acumulan basura. Lo que demuestra esto para mí es que el verdadero síndrome de Diógenes lo padecemos los demás, porque sólo alguien que, como nosotros, esté con la mierda hasta el cuello es capaz de

-no darse cuenta de que los que acumulamos mierda somos los que tenemos mil cosas que no necesitamos y nos esclavizan

-confundir la libertad con la miseria y la riqueza con la higiene

(quien no se identifique con esta descripción, que no se sienta aludido)

Los perros, o Diógenes, no dejan rastro cuando pasan por la Naturaleza. Los demás, dejamos kilos de basura, un mundo cada vez más inhabitable y feo. Tendríamos que pensarlo un poco, ¿no?

Porque ¿Qué es la mierda?

(Os recomiendo esta canción, un poema del poeta y pensador español Agustín García Calvo, con música de Amancio Prada:
Libre te quiero



Pero no mía, ni de Dios ni de nadie, ni...
tuya siquiera

viernes, 30 de octubre de 2015

EXCLUSIVA: Entrevista con Platón

Un periodista de cavernisofía ha conseguido hablar con el filósofo ateniense Platón acerca de la situación política actual. He aquí el valioso testimonio de esa entrevista:


Periodista (P).- Maestro Platón, viviste hace casi dos mil quinientos años y ahora accedes a visitarnos. Bienvenido a la Modernidad. ¿Notas una gran diferencia?

Platón.- Tengo que contestarte con un sí y con un no. Veamos: me sorprende gratamente, de vuestra sociedad, que algunas prácticas inhumanas se hayan minimizado o suavizado algo: por ejemplo, la esclavitud. También me alegra ver mujeres en la política, las artes y, en fin, por todas partes, aunque la cosa no me parece que esté clara…: yo mismo tuve siempre dudas sobre lo que significa ser mujer o varón, es decir, si hay ahí una diferencia esencial, que nos destina a oficios y labores diferentes, o bien, como creía cuando escribí La República, si esa diferencia es convencional, social… y, por tanto, eliminable, en favor de la igualdad de vidas los ciudadanos…

P.- ¿¡Igualdad!? ¡Reconoce que suena chocante esa palabra en tu boca!: todos te tienen, o tenemos, por el defensor de una utopía (o distopía) donde reina una completa desigualdad…

Platón.- Te entiendo, pero piensa que eso depende de cómo comprendamos lo de “igual”: ¿tratar a seres desiguales de la misma manera es tratarlos con igualdad? ¿Das y pides lo mismo a tus dos perros, si uno es grande y, por tanto, necesita comer más pero a cambio puede también correr más que el otro? ¿Exiges lo mismo a tus dos hijos, si uno tiene un carácter, mental y físico, diferente del otro? Creo que la igualdad real consiste en tratar a cada uno según su naturaleza, darle lo que necesita para desarrollarse cuanto pueda, y no exigirle ni más ni menos de lo que puede dar, que será también lo que le haga más feliz, dentro de sus posibilidades.

P.- Bien, luego te preguntaré por eso; volvamos ahora, si te parece, adonde estabas antes de que te interrumpiera: a tu sí pero no…

Platón.- Sí. Bueno, ahora iba al no: pese a los grandes cambios que he podido ver en vuestra sociedad (y añado a lo anterior el desarrollo de la ciencia y la técnica, por ejemplo), veo que, en el fondo, la naturaleza humana sigue siendo esencialmente la misma: los mismos males que padecíamos nosotros os afectan hoy.

P.- ¿Por ejemplo?

Platón.- Por ejemplo y sobre todo el enorme desconocimiento que la mayoría de las gentes tienen de lo que son en realidad, de esa inmensa belleza que esconden detrás de un montón de instintos egoístas y deseos irracionales.

P.- ¿Qué belleza es esa?

Platón.- La de ser criaturas capaces de trascender con el pensamiento todo lugar y tiempo, y comprender, al menos hasta cierto punto, la esencia de las cosas, y de sus propias existencias.

P.- ¿Qué descripción harías, entonces, de nuestra sociedad occidental?

Platón.- Dicho sin miramientos, es fundamentalmente una sociedad podrida, en la que se valora más acumular y consumir bienes materiales (por llamarlos bienes de acuerdo al uso común, aunque en realidad son males desde el momento en que no los necesitas y te esclavizan), eso se valora más, digo, que la honestidad y la inteligencia, la verdadera inteligencia.

P.- Pero ¿no te parece que vivimos, también, en la edad del conocimiento?

Platón.- Solo si le reduces la cabeza al conocimiento. Para mí, el conocimiento es algo más que matemática al servicio del lujo y sus guerras. Pero ese auténtico conocimiento, el que decía el maestro Sócrates, de qué somos y qué nos conviene… ¿me puedes decir en qué lugar lo depositáis?

P.- ¿En las universidades de Filosofía, o algo así?

Platón.- Me temo que no: vuestros filósofos, en su mayoría, son como los que conocí en mi comerciante Atenas. En primer lugar son lo que yo llamo unos “misólogos”, es decir, que le tienen odio o simplemente indiferencia a los razonamientos, y se dedican a ejercitar la verosimilitud o algo así como pseudo-poesía. En realidad, creen que la Verdad es una palabra pasada de moda. Lo importante es la utilidad… Los pocos que escapan a eso, ahora como siempre, son vistos como bichos raros e incluso como locos, ¡si no es que los ajustician!

P.- Entiendo que no te gusta la educación que has encontrado entre nosotros…

Platón.- En verdad no creo que se pueda llamar educación a eso: es un adiestramiento técnico, sin pensamiento ni intento de tenerlo acerca de la idea del Bien, de la Justicia.

P.- Tú hablaste pestes sobre la democracia. ¿Sigues, realmente, creyendo que hay algo mejor, o, por lo menos, menos malo? ¿No ves cómo vivimos hoy, en paz y tolerancia?

Platón.- Veo que vivís bajo auténticas mafias, es decir, bajo una oligarquía. Unos cuantos poderosos, cuyo objetivo en la vida es satisfacer el mayor número de deseos físicos, incluyendo los tratos más degradantes con mujeres, por ejemplo…, dirigen el destino de todos los humanos: su dinero cruza las fronteras y usa productores esclavos, incluidos niños, en cualquier lugar de miseria donde puede aprovecharse de tiranos alimentados por ellos mismos. Los que estáis más cerca de la mesa de esos oligarcas, y obtenéis, pues, mayores migajas, os sentís libres. Pero la libertad es otra cosa muy diferente.

P.- ¿Qué es?

Platón.- La libertad es ser dueño de uno mismo, es decir, saber lo que conviene a tu naturaleza: no es llenar el barril sin fondo de tus apetitos lamiendo la mano que te proporciona esas drogas.

P.- Y ¿cómo se puede acabar con eso?

Platón.- Es prácticamente imposible, amigo, porque las naturalezas que pueden cambiarlo son pocas, y son corrompidas desde niños (aunque lo llevan mal) y vigiladas de cerca.

P.- ¿Te refieres a tus sabios gobernantes?

Platón.- Me refiero a lo que llamo, en general, guardianes, es decir, esas almas nobles que antepondrían la justicia y la honestidad a su beneficio: ese juez, por ejemplo, que no se deja comprar por las mafias, pero también a ese hombre, por poco intelectual que sea, o a ese joven, que son insobornables por sus superiores, o esas mujeres policía que son las únicas que se atreven a ocupar puestos en algunas ciudades de países muy corruptos y violentos…

P.- Pero ¿esas naturalezas, si existen, querrían gobernar por la fuerza, contra la opinión de la mayoría?

Platón.- Por la fuerza se gobierna siempre, también ahora. Los humanos no somos tan racionales que podamos prescindir de ella. Pero los guardianes en que pienso solo tendrán que someter a la fuerza a los más ignorantes y, por tanto, egoístas, esto es, a los que quieren poseerlo todo. Los demás, creo yo, aceptarán un buen gobierno, en el que pueden participar con argumentos, y donde se es capaz, también, de reconocer al que es más sabio que tú, como hacemos con los médicos… La vanidad democrática no puede entender esto, lo sé…

P.- Déjame que vuelva sobre la desigualdad, o igualdad…, y la naturaleza. ¿Crees, entonces, que nacemos ya con unas características, que nos acompañarán toda la vida?

Platón.- Es muy probable. Aunque todos somos humanos, no todos tenemos las mismas capacidades e inclinaciones.

P.- Pero, ¿no se deberá esa diferencia a la educación que hemos recibido o al entorno en que hemos vivido, como dicen los socialistas?

Platón.- En su mayor parte, sí, o quiero pensar que sí. No creo que todo. En cualquier caso, lo primero que deberíamos hacer, desde luego, es impedir que el entorno marque a uno y le impida llegar a ser lo que es, como decía el excelso Píndaro.

P.- ¿Quitando al niño de la mano de los padres?

Platón.- No tanto: consiguiendo que el influjo social borre lo más posible esas diferencias. Y, una vez que cada uno creciese sin entorpecimientos, como plantas bien cuidadas y no torturadas por el jardinero, veríamos para qué está capacitado uno.

P.- O sea, si su alma es de cobre, plata u oro… Y, entonces, ya se podría dar a cada uno según sus méritos, ¿no es así?

Platón.- Esa es una manera pobre de ver las cosas, una manera propia de comerciantes.  ¿Qué es el mérito, y qué habría que darle? En el fondo, nadie se merece nada, puesto que todo el mundo hace cuanto puede según su naturaleza y circunstancia. Y tampoco nadie quiere tener más que otro, al menos el honesto. Se trata, más bien, como te decía antes, de darle a cada uno lo que necesita, y que él dé de sí lo que pueda. Así, tanto él como todos seremos lo más felices que podemos los mortales.
  
P.- Permíteme que abuse algo más de tu paciencia: tú escribiste, en La República, que los guardianes no tienen ni quieren propiedad privada, sino que todo lo tienen en común, y aquí incluías la sexualidad y los hijos. ¿Has cambiado de parecer en esto; sigues creyendo, como algunos comunistas, que la familia es algo así como enemiga de la sociedad, y que el amor entre un hombre y una mujer, en exclusividad, es un invento poético de seres egoístas?

Platón.- También sobre esto he tenido siempre mis titubeos, como respecto del asunto de la mujer y el varón… Quiero seguir creyendo, con los pitagóricos, que entre amigos todo es común, y que allí donde aparece lo mío cesa lo universal, lo nuestro, lo común, que decía Heráclito. Los celos, entre hombres y mujeres, o entre niños, me parecen más cosa del deseo egoísta y posesivo que de seres inteligentes. Pero reconozco que para la naturaleza humana es muy difícil desprenderse de ello, si es que debe hacerlo.

P.- Bien, querido maestro, te agradecemos mucho tus palabras, que parece que siguen tan frescas después de más de dos milenios.

 Platón.- Gracias a vosotros por mantenernos vivos, como por otra parte no podéis dejar de hacer. Lo más viejo es lo más nuevo: vosotros sois más viejos que nosotros, que vivíamos al principio, según vuestra imaginación; pero por eso nos veis como viejos. En realidad, estamos metidos en el mismo diálogo, el del hombre consigo mismo.


miércoles, 28 de octubre de 2015

Bien de Verdad. El intelectualismo moral de Platón


La ética de Platón es muy chocante para el sentido común, sobre todo en nuestros tiempos poco intelectualistas. Aunque modernamente hemos desarrollado mucho la ciencia y la técnica, creemos, en general que las cuestiones de qué es bueno o malo, justo o injusto, no son un objeto del conocimiento (no son objetivas), sino que dependen de los gustos o los deseos subjetivos de cada uno (aunque, a la vez, solemos hacer juicios acerca de lo que hacen los demás, como si pudiéramos juzgarlos de alguna manera objetiva). Platón, sin embargo, creía, como Sócrates, que la ética tiene que ser una “ciencia”, es más, la ciencia principal: si no sabes qué es lo bueno, y qué es bueno dadas tus características, ¿cómo puedes llevar una vida buena? Es nuestra inteligencia, según Platón, la que guía nuestras acciones. Y, por eso, debe ser educada:

-Venga, por favor, ahora Protágoras, ¿qué opinas de la ciencia? ¿Es que tienes la misma opinión que la mayoría, o piensas de modo distinto? La mayoría piensa de ella algo así, como que no es firme ni conductora ni soberana. No sólo piensan eso en cuanto a su existencia de por sí, sino que aun muchas veces, cuando algún hombre la posee, creen que no domina en él su conocimiento, sino algo distinto, unas veces la pasión, otras el placer, a veces el dolor, algunas el amor, muchas el miedo, y, en una palabra, tienen la imagen de la ciencia como de una esclava, arrollada por todo lo demás. ¿Acaso también tú tienes una opinión semejante, o te parece que el conocimiento es algo hermoso y capaz de gobernar al hombre, y que si uno conoce las cosas buenas y las malas no se deja dominar por nada para hacer otras cosas que las que su conocimiento le ordena, sino que la sensatez es suficiente para socorrer a una persona?

-Opino tal como tú dices, Sócrates, contestó; y, desde luego, más que para ningún otro, resultaría vergonzoso precisamente para mí no afirmar que la sabiduría y el conocimiento son lo más soberano en las costumbres humanas.

-Hablas tú bien y dices verdad, dije. Sabes entonces que muchos hombres no nos creen, ni a ti y ni a mí, y que afirman que muchos que conocen lo mejor no quieren ponerlo en práctica, aunque les sería posible, sino que actúan de otro modo. Y a todos cuantos yo pregunté cuál era, entonces, la causa de ese proceder, decían que estar vencidos por el placer o el dolor, o que los que hacían eso obraban dominados por alguna de esas causas que yo decía hace un momento.

-Creo que, como en muchos otros temas, no hablan correctamente los hombres. (Protágoras 352c)

Una contra-intuitiva consecuencia de esto, es que hay que considerar que quien hace el mal lo hace por ignorancia. Eso sí, hay una ignorancia fundamental, en la que no reparamos a menudo: la ignorancia acerca de lo que somos. Si creo soy una máquina de satisfacer deseos, será lógico que busque mi placer, al precio que sea. Esto es lo que llamamos, equivocadamente, ser “egoísta”. En realidad, el egoísta inteligente valora sobre todo la mejor parte de su alma, la razón, y no sacrifica su dignidad a otros intereses:

Sóc.- ¿No todos, en tu opinión, mi distinguido amigo, desean cosas buenas?
MEN. –– Me parece que no.
SÓC. –– ¿Algunos desean las malas?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Y creyendo que las malas son buenas ––dices– ¿o conociendo también que son malas, sin embargo las desean?
MEN. ––Ambas cosas, me parece.
SÓC. –– ¿De modo que te parece, Menón, que si uno co­noce que las cosas malas son malas, sin embargo las desea?



MEN. –– Ciertamente.
SÓC.––¿Qué entiendes por «desear»? ¿Querer hacer suyo?
MEN. –– Desde luego, ¿qué otra cosa?
SÓC. –– ¿Considerando que las cosas malas son útiles a quien las hace suyas o sabiendo que los males dañan a quien se le presentan?
MEN. –– Hay quienes consideran que las cosas malas son útiles y hay también quienes saben que ellas dañan.
SÓC. ––¿Y te parece también que saben que las cosas malas son malas quienes consideran que ellas son útiles?
MEN. –– Me parece que no, de ningún modo.


 
SÓC. –– Entonces es evidente que no desean las cosas malas quienes no las reconocen como tales, sino que de­sean las que creían que son buenas, siendo en realidad ma­las. De manera que quienes no las conocen como malas y creen que son buenas, evidentemente las desean como buenas, ¿o no?
MEN. –– Puede que ésos sí.
SÓC. ––¿Y entonces? Los que desean las cosas malas, como tú afirmas, considerando, sin embargo, que ellas da­ñan a quien las hace suyas, ¿saben sin duda que se van a ver dañados por ellas?


 
MEN. –– Necesariamente.
SÓC. –– ¿Y no creen ésos que los que reciben el daño merecen lástima en la medida en que son dañados?
MEN. –– Necesariamente, también.


 
SÓC. –– Luego nadie quiere, Menón, las cosas malas, a no ser que quiera ser tal. Pues, ¿qué otra cosa es ser me­recedor de lástima sino desear y poseer cosas malas?
MEN. –– Puede que digas verdad, Sócrates, y que nadie desee las cosas malas. (Menón 77c ss)

Según Platón, entonces, es peor hacer un mal que padecerlo. ¿Puedes argumentar por qué esto es así? ¿O por qué no lo es?

jueves, 15 de octubre de 2015

Lo que aparece y lo que es, según Platón

Si uno (Platón, por ejemplo) quiere saber qué es bueno para una persona, antes debe saber qué es una persona (conócete a ti mismo, que decía Apolo), y para eso necesita saber qué son las cosas, qué es la realidad. ¿Sabemos qué son, en realidad, las cosas?

Por supuesto, todo el mundo está aquí, en la realidad, así que sabe lo que es la realidad:

-La realidad es lo que vemos, oímos, olemos, tocamos… o lo que podemos ver, oír, oler, tocar… o sea, en una palabra, lo que podemos Percibir, lo SENSIBLE. Y ¿cómo es lo sensible?

-La realidad, lo sensible, está situado en el ESPACIO y en el TIEMPO: todo ocupa un lugar (más grande o más pequeño) y dura un tiempo (más corto o más largo). Como ocupa un lugar y un tiempo, toda realidad CAMBIA, está sujeta al DEVENIR (como dicen los filósofos). Tú, por ejemplo, no existías hace unos años; luego “viniste al mundo”, como se suele decir, es decir, naciste; luego has ido creciendo, transformándote de un mico de teta en una persona hecha y derecha...; envejecerás, te arrugarás y morirás, desaparecerás para siempre jamás. Y lo mismo le pasa a cualquier otra cosa. Esto es la realidad. El movimiento no se para. Si se parase una cosa se pararían todas, y no lo notaríamos, ni pasaría nada, porque el tiempo no es más que medida del cambio.

-Porque todo lo que existe es CONTINGENTE, o sea, no es necesario, ni será nunca igual.


Esto es la realidad. ¿Sí? Pero… ¿qué es cada cosa, entonces? ¿Qué soy yo, si estoy continuamente cambiando? Para ponerlo más fácil, ¿qué es este bolígrafo? A ver: es un objeto cilíndrico, rojo, rígido o duro… Pero todo esto no son más que ADJETIVOS, y además, pueden estar o no estar. Lo cilíndrico puedo moldearlo (calentándolo, por ejemplo) y hacerlo rectangular; lo rojo puede cambiar de color…

Pero ¿qué pasa con las IDEAS de Cilindro, Rojez, Dureza...? Estas, ahora que me doy cuenta, no tienen las mismas características que he dicho que tiene la realidad, sino las contrarias:

-No son sensibles: no puedo ver el Cilindro, puedo ver cosas cilíndricas. El Cilindro no tiene unas dimensiones concretas, es perfectamente cilíndrico (no como las cosas cilíndricas de la “realidad”). Lo mismo pasa con el círculo, con la rojez, con la dureza. Las ideas no están entre los objetos que puedo ver. Sin embargo sí puedo pensarlas, con el entendimiento. Son INTELIGIBLES, pero no sensibles.

-¿Son espacio-temporales? No. El Cilindro, el Círculo, la Rojez, no están en ningún lugar en concreto, ni existe en un tiempo. Es absurdo pensar que hubo un tiempo en que el Cilindro no tenía las propiedades que tiene ahora. Las Ideas son inespaciales, atemporales. Si supongo que el mundo desaparece ahora mismo, no por eso puedo pensar que 2+2 dejan de ser 4. Y si el mundo material no existió alguna vez, aún así las Ideas eran como son, y lo serán siempre. Mejor dicho, no tienen nada que ver con el tiempo y el espacio.

-Además, por eso mismo, las Ideas no cambian, son INMUTABLES. Una cosa cilíndrica puede hacerse cuadrangular, una cosa roja puede volverse blanca, pero el Cilindro no puede convertirse en Cuadrángulo, ni la Rojez puede hacerse Blancura.

-Las Ideas son Sustantivas, es decir, cada una se define por ser ella misma: lo Blanco (o sea, la Blancura) lo Círculo (la Circularidad), lo Bello (la Belleza), etc. Las Ideas son las Esencias, es decir, el Qué es cada cosa.

-Así que las Ideas o Esencias tienen necesariamente las propiedades que tienen.


Tengo, por tanto, dos tipos de “cosas”:

-los fenómenos, que son particulares (localizados espacio-temporalmente), cambiantes, sensibles, contingentes, sus propiedades son Adjetivas; y

-las Ideas, que son universales (atemporales, inespaciales), inmutables o eternas, necesarias.

¿Cuáles de estos dos tipos de cosas son reales, verdaderamente reales? Posibles respuestas:

A) Las Ideas no existen realmente. Sólo son reales las cosas materiales.


     A1) Las Ideas no existen en absoluto, son ficciones, inventadas por nosotros.

     A2) Las ideas no son del todo ficciones, sino productos de nuestra mente humana, abstraídas o separadas del todo en que están mezcladas, y mediante las cuales entendemos la realidad.


B) Las Ideas son reales, existen por sí mismas, de forma independiente a los fenómenos materiales.


     B1) Las Ideas existen aparte del mundo material, y gracias a ellas conocemos a éste.

      B2) Las Ideas no sólo son reales, sino que son la verdadera realidad. El mundo físico es una ilusión, una forma distorsionada en que percibimos las Ideas, debido a nuestra ignorancia.


¿Cuál te parece más razonable y por qué?

viernes, 2 de octubre de 2015

La sabiduría de la ignorancia. Sócrates

¿A dónde puede ir uno si quiere hacerse sabio? (Pero sabio, no en ordenadores o en zapatillas, sino sabio en… la vida, digamos). Si uno quería hacerse sabio en la Atenas de Sócrates podía encaminarse a la escuela de algún sofista (bueno, necesita dinero también).

Pero a Sócrates no le dejaba satisfecho lo que esos sabios querían o podían enseñarle... (además, no andaba muy bien de fondos para costearse el curso avanzado) ¿Por qué?
¿Qué te enseñaban estos grandes hombres? La mayor de las habilidades, aseguraban, la que las usa a las demás, y la que te puede hacer más poderoso: la de convencer.

Para explicarle el gran poder de la retórica a Sócrates, Gorgias le cuenta cómo muchas veces él, que no sabe ni jota de medicina, acompaña a su hermano, que es un gran médico, y sólo él, Gorgias, con su saber hablar, convence al enfermo de que se tome la medicina o se deje amputar. Y lo mismo podría decirse de la política (¿habría llegado Hitler tan lejos si no hubiesen tenido ese poder de atracción?) o de cualquier otro asunto.

Pero ¿cómo puede ser, preguntaba entonces Sócrates, que convenza más alguien que no sabe de un asunto que el que sí sabe? ¿Por qué la simple y desnuda verdad no convence a algunos? ¿A quienes convence más la apariencia que la verdad?

A ver, ¿haría falta Gorgias en un congreso de medicina para convencer a los médicos de un nuevo descubrimiento? ¿O en un congreso de herreros, o de matemáticos? No, porque estos no se dejarán convencer por la retórica (bueno, aquí hay mucho que decir, pero digamos que, en la medida en que sean médicos, herreros, matemáticos… se fiarán sólo de argumentos veraces). Entonces... es sólo a los ignorantes a los que convence la retórica.

De todas formas, sería muy útil esa técnica allí donde nadie es más sabio que los demás, por ejemplo, en una junta de vecinos. O... en una campaña electoral.

Aquí viene la segunda pega de Sócrates. ¿Es útil tener ese poder? ¿Útil para qué? Por supuesto, para conseguir nuestros fines. Pero ¿cuáles? ¿Sabemos cuáles son esos?

No, para eso necesitaríamos antes saber qué es un ser humano y qué nos conviene.

¿Qué es el hombre? (según Kant esta es la pregunta que encierra a todas las preguntas filosóficas):






Conócete a ti mismo (gnothi seauton, en griego), decía la inscripción del templo de Apolo en Delfos, y Sócrates lo consideró siempre el primer (y quizás último) mandamiento.

Pero en la búsqueda de uno mismo la retórica no sirve para nada. Sería engañarse a sí mismo.

Y ¿sabe el sofista qué es lo bueno?

Los sofistas solían contestar a Sócrates una de dos:
  • o que todo el mundo lo sabe
  • o que nadie lo sabe, porque si no hay una verdades absolutas, menos aún las hay en el tema de lo bueno y malo.

Pero, creía Sócrates que es evidente que no todo el mundo lo sabe ni cree saberlo, porque ni siquiera están de acuerdo. ¿Será, entonces, que no hay nada en sí bueno o malo, sino lo que uno decida o prefiera?

Lo bueno es lo que quiere cada uno, y quien más poder tiene impone sus gustos (pensaba un sofista, llamado Trasímaco). Pero, objeta Sócrates ¿y si el poderoso es ignorante, y manda algo que le perjudica?

Supongamos que unos extraterrestres te hacen el mejor regalo: una máquina con la que puedes controlar a todas las personas. Puedes destruir o dañar a quien no te obedezca, y nadie te la puede arrebatar, porque detecta a los intrusos y los daña. ¿Esa máquina te acercaría más a la felicidad?


Sócrates, en cambio, confesaba abiertamente que no sabía realmente nada, porque no sabía quién era y qué le convenía. Lo que sí sabía es que no lo sabía, y que debía dedicar todo el tiempo que pudiese a saber eso antes que nada, si no quería vivir (como, por desgracia, le pasa a la mayoría) siguiendo ciegamente el camino trazado.

Así lo cuenta él en su defensa ante el jurado (según la versión de Platón):

De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. Pues bien, una vez mi amigo Querefonte fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir el oráculo. Más tarde, a regañadientes, me puse a investigarlo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios. Ahora bien, al examinarle, me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio, y especialmente lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que el creía ser sabio, pero que no lo era. Así me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Después de esto iba yo uno tras otro y, ¡por el perro!, me pareció que los de mayor reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios. A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, y han surgido muchas tergiversaciones y el renombre de que soy sabio. Es probable que el dios sea en realidad sabio y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que habla de Sócrates como si dijera: ”es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría. [Platón. Apología de Sócrates. 20e y ss. Extractos]

O sea, los que no saben, y ni siquiera saben que no saben, enseñan (y cobran sus enseñanzas, sus discursos llenos de afirmaciones contundentes). Quien sabe que no sabe y busca el saber, no adoctrina, sino que dialoga, y nunca cobra nada por sus palabras. ¿Te suena este fenómeno?

Más curioso aún: los que no saben ni siquiera su ignorancia de lo que es valioso, sostienen que no hay nada que averiguar sobre lo que es bueno (o lo saben ya todos o nunca lo podrá saber nadie); sin embargo, quien sabe que no sabe, cree que se podría llegar a saber qué es lo bueno.

¿Sabe la gente lo que es bueno? ¿Quiénes lo saben?
¿Qué relación tiene esta cuestión con la de la utilidad?

miércoles, 30 de septiembre de 2015

¿Fluido universal o números eternos, materia o mente? (diálogo entre un milesio y un pitagórico)


Diálogo entre dos amigos de la ciudad de Mileto, uno de ellos recién llegado de Sicilia, donde ha conocido a la escuela de Pitágoras (los llamaremos M y P)


M.- ¡Querido amigo, bienvenido!, ¡dame un abrazo! En cuanto he sabido que has vuelto, he venido al puerto a buscarte. ¿Nos harás el favor de comer hoy con nosotros?

P.- ¡Encantado! Eso sí, tengo que advertirte que ya hace tiempo que no como carne.

M.- Ciertamente, te veo algo más magro, aunque de aspecto sano y sereno. Pero, dime, ¿¡tan mala era la carne en tierras itálicas!?

P.- ¡Ellos presumen de tener mejores reses que aquí en el Asia Menor!

M.- Eso he oído, sí…

P.- Pero en Sicilia he conocido a una sociedad de amigos filósofos que me ha enseñado, entre otras cosas, que todas las almas son hermanas y transmigran de cuerpo a cuerpo: ¡quizás el cordero que asas es un familiar tuyo, o podrías ser tú mismo, en otro momento o lugar!

M.- ¡Curiosa creencia, que, según tengo entendido, también sostienen los lejanos santones de la India! ¿Recuerdas que nuestro viejo maestro, Tales, decía que todo está lleno de principio vital? Pero él nos convenció de que lo que llamamos nacimiento y muerte es una manera humana de hablar, y que, en realidad, todo son transformaciones de la misma cosa, el fluido primigenio. De allí salimos y allí volvemos, pagando nuestro precio por la injusticia de haber querido ser seres separados, como poéticamente lo expresó nuestro otro sabio conciudadano, Anaximandro.

P.- Precisamente de eso me gustaría dialogar contigo. Lo que he escuchado en aquella escuela que te digo, fundada por un tal Pitágoras (al parecer, un hombre muy superior a todos, una especie de encarnación de Apolo, si haces caso a sus discípulos, que siguen una forma de vida muy escrupulosa), me ha hecho pensar más profundamente en todo eso.

M.- ¡Excelente! ¿Me lo cuentas ya, mientras caminamos a casa?

P.- Desde luego. Vamos a ver: nosotros siempre hemos pensado eso que decías: que el cosmos todo es transformación de una única sustancia.

M.- Así es, una verdad indudable.

P.- Seguramente. Y, como decíamos a menudo, nuestra tarea es, en cuanto al conocimiento, conocer con la mayor precisión esas transformaciones, y, en cuanto a los actos, dejar de temer a la muerte y vivir lo más de acuerdo posible con la naturaleza, con amistad, alegría y sensatez.

M.- Exacto.

P.- Sin embargo, a veces nos hemos preguntado por qué la sustancia primitiva se transforma, en esto o en lo otro, por qué no es siempre uniforme, o al menos caótica. Yo no conocí a Tales, pero lo que le escuché a los que sí hablaron con él, no me resultó claro como… el agua, digamos.

M.- Bueno, a mí no me parece oscuro reconocer que la sustancia primigenia tiene en sí misma un principio de vitalidad y creatividad, que, en su dinamismo, produce todas las cosas.

P.- A mí, en cambio, me parece que, aunque los consideres ya mezclados, son dos cosas: la masa o materia con la que se hace todo, y las formas mismas que adopta esa masa en cada momento. ¿No las puedo separar, al menos con el pensamiento: por ejemplo, la forma de planta y esta planta de ahí?

M.- Puedes. ¿Qué ocurre con eso?

P.- Algunos de entre nosotros decían que el propio Tales habría hablado de que una Inteligencia universal dividía el agua. Y esto mismo, por cierto, se dice en algunos mitos de tierras orientales, por ejemplo entre los fenicios, según creo.

M.- Lo había oído, sí. Pero ¿qué necesidad hay de sutilizar acerca de si se pueden separar las formas? ¿No basta con entender que están dentro de la sustancia primitiva y única?

P.- ¿No piensas que es muy importante, incluso para comprender qué somos nosotros, los mortales, saber si las formas y las mentes son o no separables del fluido?

M.- Puede ser.

P.- La razón que tenía yo para no estar satisfecho, y que con el tiempo he comprendido mejor, es que las formas no se transforman, ellas mismas, sino que son eternas. Y no puedo entender, entonces, que existan realmente solo en la masa primigenia, pues en ese caso cambiarían con los cambios de esta. Pero no: son ellas las que, sin cambiar, dan forma aquí o allí a las cosas que vemos. La forma Tres, por ejemplo, no se transforma, ni nace ni muere, sino que es siempre la misma, y da forma a todos los cuerpos que tienen algo ternario (por ejemplo, a la letra delta, D). Así que más bien habría que decir que existen por una lado las formas y, por otro, la sustancia amorfa, el Agua, o lo indefinido, como lo llamaba Anaximandro (aunque él creía que eso es el todo y lo divino mismo), y que de la mezcla de ambas, se produce lo que vemos. Como si hubiera arcilla por un lado (el Agua), y un alfarero por otro (la Inteligencia), que da forma a aquel barro para hacer las diferentes cosas.

M.- Bella explicación. Ahora bien, se me ocurre preguntarte: ¿cómo puede algo como las formas, que –según te entiendo- no son corpóreas, causar algo sobre la sustancia natural, para producir todo esto que vemos y tocamos?

P.- Exactamente, esa es la pregunta. Pues verás, aquí es donde realmente empieza la enseñanza de la escuela de los pitagóricos: según ellos, en verdad no existe otra cosa que formas. Más en concreto: Números; todo es número. No me extraña que pongas esa cara de sorpresa: es lo mismo que me ocurrió a mí las mil primeras veces que lo escuché (si es que estoy ya libre de que me ocurra…)

M.- Explícamelo mejor, por favor.

P.- Escucha: supongo que crees, con los físicos en general, que, en realidad, los colores, los olores, los sonidos… no son tal como los percibimos; es más, que no existen: en un análisis más cuidadoso, son movimientos de elementos más simples, y, en el fondo, del Agua misma, que ya no tiene olor ni sonido ni color alguno.

M.- Sí, eso creo.

P.- Pues bien, da un paso más y piensa que todo lo que llamamos cuerpos y naturalezas, incluida el Agua, son, en realidad, puras formas o números, percibidos inadecuadamente por nuestra alma…

M.- … que también es un número, supongo…

P.- Supones perfectamente. Estos pitagóricos dicen que en todo hay diferentes números, y que el Cosmos es una gran y perfecta Armonía. El Uno o Mónada creen que es algo así como el Padre de todas las cosas. El Dos, o Díada, lo identifican como la Materia…

M.- Claro, porque es divisible en partes iguales.

P.- Así es. Pero fíjate en que la Materia misma, el Dos, es solo un número, no lo que nuestra imaginación cree. Y consideran que los números primos son los que tienen más papel de forma, y que, en su combinación con los pares, permiten explicar todas las cosas. De modo que, por decirlo así, le han dado la vuelta a la tortilla que hicieron nuestros maestros jonios: si ellos, con Tales a la cabeza, pensaron que todo es transformación de una misma sustancia o materia, estos, itálicos (aunque oriundos de la isla Samos), dicen que no hay transformación de materia alguna, sino solo formas, que crean la ilusión de materia y cambio para nuestras mentes cuando se fían de su parte inferior, es decir, según ellos, la imaginación.

M.- ¡Increíble! Tendré que pensarlo detenidamente. Veo que tu estancia en Sicilia no ha sido en vano…

P.- Pues he aquí lo mejor que creo haber aprendido de ellos, y por lo que no me avergüenzo de llamarme pitagórico: es verdad que nacimiento y muerte son una ilusión de la ignorancia humana, pero no porque seamos caducas transformaciones del Agua, como yo creía antes, sino porque somos inmortales formas que se manifiestan en muchos lugares y tiempos sin dejar de ser la misma. Y nuestra tarea en esta vida es purificarnos mediante el conocimiento de los números y de nuestra propia esencia, que es también una armonía y música, semejante a la del cosmos. Todos somos formas dentro de la gran forma total y una. Por eso debemos respetar las otras formas de vida, porque mi alma es la que alguna vez estuvo en ese cordero que ponemos a asar.

M.- ¡Escucha esto: me has aguado la fiesta que te tenía preparada, y me dará hasta pudor morder la pierna achicharrada del cordero (o a su número, si prefieres) delante de ti...! Solo te lo perdono porque a cambio me has traído de Italia ideas sustanciosas para masticar y roer. ¿Al menos aceptarás un buen vino que llegó hace poco del Ática, o tampoco eso está permitido a un ser puro como tú?

P.-¡ Yo soy un modesto principiante! Compartiré contigo esa mezcla de agua y luz que te han traído unos amigos.


¿Qué te parece? ¿Es la realidad un cúmulo de transformaciones de una informe sustancia primigenia, o es un orden de formas eternas? ¿Es aceptable pensar que todo es, en el fondo, Número? 

Hay un físico actual, Max Tegmark, que defiende precisamente que todo el universo es un objeto matemático, que la propia naturaleza es un producto de las matemáticas. Puedes seguir indagando sobre Tegmark y su alucinante pitagorismo, que defiende que hay múltiples universos, aquí. y aquí

jueves, 24 de septiembre de 2015

Zenón de Elea la razón te lía (con un poema)

Zenón de Elea, discípulo y amante de Parménides, quiso probar que su maestro y amado tenía razón en que la multiplicidad y el cambio son ilusiones:

No hay muchas cosas:

Si hubiera muchas cosas deberían ser finitas o infinitas. Pero no pueden ser ni una cosa ni la otra.


  • a) Si el conjunto de todas las cosas es un número determinado, finito, siempre podemos crear un conjunto mayor con la conbinación de esos elementos (este es el teorema matemático que dice que el conjunto-Potencia de un conjunto A es mayor que el conjunto A)
  • b) Si el conjunto de todas las cosas es un número indeterminado, infinito, entonces la mitad de todo es igual de grande que el todo (este es el teorema matemático de que, en los números reales, la parte no es menor que el todo).

Las cosas no se mueven

Si las cosas se movieran realmente tendrían que hacerlo o bien por un espacio continuo e infinitamente divisible, o bien por un espacio hecho de puntos discretos e indivisibles. Pero no puede ser ni lo uno ni lo otro:


  • a) Si la distancia entre dos cosas es infinitamente divisible, entre cada una de las fracciones de esa distancia hay el mismo infinito, y es imposible recorrer una distancia infinita, así que nadie, aunque sea Aquiles, puede moverse de su sitio, cuánto menos alcanzar siquiera a una tortuga.
  • b) Si la distancia entre dos cosas está constituida de puntos finitos, esos puntos tendrán que tener extensión nula (pues, si no, serían divisibles), y la nada que hay entre ellos tiene que ser también de extensión nula. Pero una suma de puntos y espacios de extensión nula no pueden dar distancia alguna.


Esto que puede expresarse tan matemáticamente, también se puede decir en forma de diálogo (como podéis leer aquí y aquí) e incluso poéticamente, como he intentado hacer con estos versos, y os invito a hacer por vuestros mismos:

Sentí que me llamaba tu silencio,
y todo, alrededor, se evaporaba
Estábamos tú y yo, y, alrededor,
espacio, espacio en blanco, plena nada,
medida con la vara del deseo,
contado con los pies de la esperanza.
Me puse a caminar, con pie ligero,
a varios infinitos por zancada,
“¡espera, tortuguita, ya te alcanzo!”,
mientras tú navegabas tu ventaja.
Muy pronto… (¿fue muy pronto, o era tarde?
No sé, porque el reloj perdió sus marcas):
con tiempo te alcancé hasta la mitad
de la distancia de nuestra distancia.
Y tú allí lejos, sin embargo, tú,
mi complemento allí, tú, en lontananza…
Entonces empecé a alcanzar la idea,
caí en la cuenta, entonces, de que estabas
allí donde jamás te alcanzaría
de que la cuenta nunca se acababa
Y comprendí, los dos ahí comprendimos
que ya, por mucho que yo te abrazara,
nunca estaríamos juntos siendo cuerpos,
siempre un abismo entre dos pieles pasa.
¡Quizá si entre nosotros dos hubiera
más cosas, con su vértices y caras,
en las que irse apoyando hasta tenernos
y hacer presente la pasión lejana!
Pero tú y yo, mi tortu, solo somos

una cruel paradoja zenoniana!

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Que es que es. La verdad redonda de Parménides


¿Quién, que se llame estudiante de filosofía, puede pasar sin oír hablar del ser y el no-ser, y de si esto es un sueño o no? Hasta que llegó Parménides los filósofos, para hablar de todo, de toda la realidad, usaban el término Fisis (Physis), que podríamos traducir por “naturaleza de las cosas”. Parménides fue el primero (que sepamos) que se fijó en el Ser como asunto principal del pensamiento filosófico.

Soy esto y soy lo otro: soy profesor o alumno, chica o chico, chistosa o seria... Me preocupa seguir siendo esto, dejar de ser aquello, convertirme en eso otro... Siempre nos ocupamos y preocupamos de y por lo que somos y son las cosas, pero casi nunca nos ocupa el simple hecho de que somos y son: no nos paramos a pensar en el ser, en el ser sin más (ni menos). Es normal: se da por descontado. Todas las cosas son, así que ¿qué diferencia introduce entre ellas el hecho de que “sean”? Siempre estamos ocupados con lo que introduce alguna diferencia, lo que es “relevante”, lo que sobresale, por encima o por debajo. Que las cosas sean, que yo sea, que tú seas, que haya ser… es algo completamente irrelevante, no genera relieve.

Sin embargo, para el filósofo (ese personaje que, según decía no sé quien, se especializa en el Todo) es de la máxima relevancia justo el hecho de que algo no establezca diferencias y sea igual para todos. El ser no se niega a nada, se “da” a toda cosa, y esto le hace completamente diferente a cualquier otra propiedad. En cierto sentido básico, el ser es el mismo para todas las cosas, no discrimina; las demás propiedades, en cambio, son propiedad de algunos y les falta a otros.

Ahora bien, si el ser no introduce diferencias entre los seres, entonces, ¿qué introduce diferencias entre ellos, qué los discrimina, qué pone a unos en el lado de la luz y a otros en el de la oscuridad, o en una mezcla mejor o peor de ambas? No pueden diferenciarse en que son, desde luego: la misma cualidad no puede hacer diferentes a dos seres. Si todas las cosas se volviesen de un solo color, blanco por ejemplo, la vista no las distinguiría: todas serían, para ella, una sola. Claro que, en ese caso, todavía conservaríamos el oído o el tacto para saber que yo soy uno y tú eres otro distinto. Como el sonido no es ningún color, o sea, no pertenece en absoluto al campo del color, puede distinguir a las cosas que no se distinguen por el color. Pero el ser no es como el Color, sino que lo encierra o contiene todo.

Si lo seres no se distinguen en que son, quizás se distinguirán, entonces, por otra u otras cualidades totalmente distintas a la de ser, y estas cualidades serán las que importen, las útiles, las relevantes. Pero ¿qué cosa o cualidad hay que sea distinta y totalmente exterior al ser?, ¿qué hay fuera del campo del ser? Fuera del ser solo está, si acaso, el no-ser, la nada, lo que no es. Solo el no-ser puede conseguir que Tú, que estás ahí enfrente, y Yo, que estoy aquí-mismo, seamos diferentes, que tú no-seas yo y yo no-sea tú.

Ahora bien, ¿puede haber lo-que-no-es? ¿Cómo pensarlo? Cuando pensamos algo, el pensamiento tiene que agarrarse a alguna característica, y es precisamente esa característica la que el pensamiento tiene que reflejar exactamente para que sea un pensamiento correcto y verdadero. Sin embargo, lo-que-no-es solo tiene la característica de no-tener-características. ¿Es eso una característica? Pensar el no-ser es, más bien, pensar en lo que no es; es decir, es no pensar algo que es; o sea, pensar en nada; algo tan absurdo e imposible como ver la oscuridad. El no-ser no puede ser (algo). Si lo fuera, además, le pasaría lo que a los demás seres: sería igual a todos los demás en el ser, y seguiríamos en el mismo problema de cómo diferenciarlos. Si somos todos lo mismo en el ser, ¿qué puede hacer realmente el no-ser, exista o no, para distinguirnos y separarnos?

¿Y si, en verdad, visto con profundidad, por debajo de los relieves o adornos, más allá de las apariencias (que se dice que engañan), no somos diferentes, tú y yo, y las otras cosas, sino que somos… todas lo mismo? Si pudiéramos mirar las cosas con total profundidad, con el ojo de la inteligencia pura (el ojo de la diosa Verdad) no veríamos ninguna sombra que distinguiera una cosa blanca de otra, no entenderíamos ninguna limitación que haga que tú seas tú y yo sea yo. La sombra que distingue a los cuerpos, el no-ser que distingue a las cosas, es solo cuestión de perspectiva, de no estar en la perspectiva total y absoluta, es cosa de tener la vista corta: una ilusión “óptica” (como ver las cosas más pequeñas porque están más lejos).
  
Por supuesto, los mortales no sabemos mirar así, ver lo uno de todo. Como mucho, podemos figurarnos que una diosa vea así las cosas (o la cosa, mejor dicho), y podemos creer que nuestra labor en la vida es “despertar” a ese pensamiento en que todas las diferencias, sombras y no-seres quedan abolidos, convertidos en humo, y solo queda el ser único bien redondo.

Al menos, esto es lo que parece creer Parménides, como otros sabios de otras culturas, según dice su poema, en el que relata lo que dice que le dijo la Diosa durante un “viaje” o transporte místico:

Venga, yo te diré (y tú guarda el relato que me oigas)
qué dos únicas vías de búsqueda hay concebibles. 
La una, la de que es, y que no es que no sea, 
esta es digna de fe y confianza (pues le acompaña la verdad); 
la otra, que no es y que es necesario que no-sea, 
esta está, te lo advierto, del todo desencaminada, 
ya que ni podrías conocer el no-ser (porque nunca se le alcanza) 
ni pensarlo.

Pues lo mismo es el pensar y el ser.
(Parménides, Fragmentos 3 y 4 –traducción mía-)

Del No-ser no sale el Ser, el No-ser no sale del Ser.
El límite de ambos es visto por los que contemplan la verdad.
Sabe que es indestructible Aquello de que este Todo está penetrado.
La destrucción de esta cosa imperecedera nadie es capaz de causarla.
 (Bhagavadgita, II, 16-17 -traducción de F. Rodríguez Adrados-)

 

Asistamos ahora a una ficticia conversación entre el viejo Parménides y el viejo Giorgios, en pleno parque de Elea, soleada villa de la costa italiana, en el siglo VI a. c.

Parménides.- Veamos, amigo: lo que es, es, y lo que no es, no es, ¿no estás de acuerdo?
 

Giorgios.- ¡Para, para, no te lances, espera que lo piense! ¿A ver? Sí, lo que es, es, lo que no es, no es. Ya lo decía mi abuela.
 

Parménides.- A ver si decía esto también: pensamos lo que es.
 

Giorgios.- ¿Lo que es qué?
 

Parménides.- Lo que es ser. Si pensamos lo que no es, pensamos en nada. Y si pensamos en nada, no estamos pensando, aunque lo parezca.
 

Giorgios.- Si me tengo que parar a discutírtelo estamos aquí hasta mañana. Pero ¿a dónde quieres ir a parar?
 

Parménides.- A lo siguiente, ¿cuántos seres hay, en realidad?
 

Giorgios.- Yo no los he contado, tengo muchas cosas que hacer.
 

Parménides.- Pues no te hace falta, porque ya te digo yo que hay sólo uno, el Ser.
 

Giorgios.- Me informas de algo en extremo novedoso, que no sé si va a creerlo mi familia.
 

Parménides.- Si razonan, lo creerán. Diles: supongamos, por simplificar, que hubiese sólo dos, dos seres o cosas. ¿En qué se diferenciarían?
 

Giorgios.- Depende de qué cosas sean, ¿dos habichuelas o dos perros de Esparta?
 

Parménides.- Serán, antes que nada, dos seres, dos cosas ¿no es así? Pero claro, en el ser no se diferencian. Y si no se diferencian en ser, se tienen que diferenciar en el no-ser. Uno no-es el otro, el otro no-es el uno ¿lo ves?
 

Giorgios.- Sigo sin ver tus ocultas intenciones.
 

Parménides.- Nada de ocultas, sino más claras que el agua de esa fuente. Hemos dicho que el no-ser no es ¿no? Entonces ¿cómo vamos a distinguir a las cosas mediante el no-ser? Pero tampoco se distinguen por el ser, porque todas son seres por igual. Así que no se distinguen en realidad.
 

Giorgios.- Lo veo y no lo veo.
 

Parménides.- Te pondré un ejemplo.
 

Giorgios.- Te lo agradezco dos veces.
 

Parménides.- Imagínate que todas las cosas fueran blancas. ¿Podrías distinguirlas?
 

Giorgios.- Por el tacto, o poniendo el oído.

Parménides.- Eso es, compañero. Pero fíjate que fuera del ser no hay nada, mientras que sí lo hay fuera del color. Así que no puedes distinguir las cosas por algo que haya fuera del ser, ni, desde luego, por el ser mismo. Luego llegamos a la conclusión de que Todo es Uno, aunque los mortales, que estamos más bien soñando, creemos que hay muchas cosas y que se mueven.
 

Giorgios.- [tras un breve silencio, pensando] Oye, Parménides, y esto… ¿para qué te sirve?
 

Parménides.- ¿Que para qué? Te acabas de ganar otro razonamiento. Cuando queremos algo o a alguien lo queremos por lo que es, él mismo ¿no?
 

Giorgios.- Claro, eso lo decía mi abuela también.
 

Parménides.- Pero cuando quieres algo para algo, o sea, por su utilidad, no lo quieres por sí mismo, sino por lo que puedes conseguir mediante él. Te pongo, por ejemplo, tu martillo, que sólo te acuerdas de él cuando tienes un clavo que clavar.
 

Giorgios.- Bueno, ahí te equivocas, que yo a mi martillo le tengo mucho cariño: era de mi abuela.
 

Parménides.- Me parece estupendo. Pues ya ves, cuando quieres verdaderamente a algo, no lo quieres para nada, sino para él mismo. ¿Estamos de acuerdo?
 

Giorgios.- No hay quien te calle, eso sí que es cierto. Pero pareces buena persona. Teófilo, mi cuñado, dice que eres un loco inofensivo.
¿En qué te parece que falla (si es que falla) este buen hombre? ¿Te parece que alguien puede intentar, sensatamente, defender que Todo es Uno?

lunes, 21 de septiembre de 2015

Heráclito, la oscuridad luminosa

(Narración, ficticia y, por tanto, real)

Sin hacer caso de las gentes, que dicen que es un loco soberbio y huraño, un día subí hasta la cabaña del viejo Heráclito, el filósofo solitario que, según cuentan, se alimenta de raíces y dice cosas incomprensibles. Lo encontré jugando a las tabas con unos niños. La fama dice que sólo a los niños les tiene aprecio. Me detuve a unos pasos de ellos y, al notar mi presencia, el viejo dijo:
-¿Qué quieres? ¿Sabes el juego de las tabas?
-Sí –dije-, pero vengo a otra cosa.
-¿A qué vienes? –dijo, secamente.
-A conocer tu sabiduría –contesté.
-¿Sabiduría? –dijo, en tono irónico-. Si sabes jugar a las tabas ya eres señor de toda la sabiduría –hizo un silencio. Yo tampoco dije nada. Luego siguió:
-Vete, no tengo nada que enseñarte. En la ciudad hay muchos maestros, pueden enseñarte a ser un buen ciudadano, rico y respetado.
-Ya los conozco –dije yo-. Ahora quiero saber qué dices tú, al que ellos toman por loco.
-Hazles caso –dijo él-. Lo que tengo que decir no sirve para nada, y es absurdo, enemigo de la normalidad.
-Ya sé lo que dicen los normales –insistí yo-, quiero saber también lo absurdo.
-Piénsalo tú mismo, como he hecho yo: estudiarme a mí mismo –dijo en su tono seco.
-Creía –dije- que los que han pensado algo profundo aman a las personas, y están dispuestos a hablar con ellos si los ven deseosos de comprender. ¿Tu sabiduría te lleva a rechazar la amistad?
Entonces él se me quedó mirando, con una mezcla de curiosidad y cierta satisfacción, y con un tono más dulce, me dijo:
-¿Sabes digerir raíces?
-Dicen que son muy amargas –contesté.
-Y por eso mismo son lo más dulce –dijo él.
-Sí, querría ir a las raíces: son las que sujetan el árbol –dije.
-Porque están ocultas a la vista y no son aparentes –dijo.- Lo que yo pueda decirte es locura para los más, que sólo creen lo que se ve, e ignoran la luz oculta. Los más viven en sueños, son propiamente idiotas.
-¿Cuál es nuestra idiotez? –pregunté.
-La idiotez –contestó, mientras seguía jugando a las tabas con los niños- es vivir en un mundo propio, y no conocer el mundo común. Pero hay una única Razón, que lo gobierna todo y es todo. Ella es un fuego vivo, que todo lo crea y todo lo devora, y que huele a diferentes cosas según las hierbas que consume.
-¿Y cuál es esa Razón única? –le pregunté.
-Las gentes, encerradas en su sueño, creen que lo blanco es blanco y lo negro es negro; que lo vivo es vivo y lo muerto, muerto; que lo sagrado es sagrado y lo profano es profano; que lo bueno es lo bueno y lo malo es lo malo.
-Eso creen todos –asentí.
-Sin embargo –siguió-, lo blanco se oscurece y lo negro blanquea; lo vivo muere y lo muerto nace a la vida; lo sagrado se profana y lo profano se consagra; lo bueno hace el mal y lo malo se hace bueno. Esto no le llama la atención al que está metido en el sueño que llaman vida.
-¿Por qué tenía que llamarle la atención que las cosas cambien? –dije.
-Tenía que llamarnos la atención que lo mismo, exactamente lo mismo, se haga justo lo contrario, sin dejar de ser exactamente el mismo e incluso por eso mismo.
-¿Quieres decir que la misma cosa, yo por ejemplo, permanece a través de los cambios? –le pregunté yo.
-No sólo eso –contestó-: es que es la misma gracias a que cambia, como un medicamento, que si no lo agitas se descompone. Y es diferente gracias a que es la misma, como el camino hacia arriba es el mismo que el camino hacia abajo. La normalidad idiota es la que distingue y se queda con sólo una parte. Si esto es blanco, no es negro, si es bueno, no es malo. La normalidad idiota querría eliminar lo negro y quedarse sólo con lo blanco, eliminar lo malo y quedarse con lo bueno… No ven que la guerra es la madre de todo, y que si eliminas uno eliminas el contrario. Sin mortales, no hay dioses, sin dioses no hay mortales.
-Sin invierno no hay primavera, sin dolor no se aprecia la felicidad –dije.
-Es más –siguió él-, no ven que lo uno es lo otro a la vez, que lo más claro es justo lo más oscuro.
-Eso es mucho más difícil de comprender –dije yo.
-Sí, para nuestro entendimiento limitado –contestó-. No comprender eso nos hace mortales. Aunque hasta en las vidas de los más simples se experimenta esto que te digo (o, más bien, lo que dice la Razón por medio de mi boca): por ejemplo, cuando llegan a sentir que una felicidad desbordante no se distingue de la mayor tristeza; o que quien más te cuida es tu mayor tirano; o que lo más luminoso ciega, y la mayor oscuridad, brilla. Pero con su razón no llegan a ver que lo Uno es lo mismo que lo Otro, que el Ser es lo mismo que la Nada, que lo más grande, lo absolutamente grande o infinito, es lo mismo que lo infinitamente pequeño… precisamente porque son contrarios. La sabiduría única dice que cuanto más contrarias son dos cosas más se acercan a ser la misma, y lo totalmente contrario es absolutamente lo mismo. Por eso la mayor sabiduría es la mayor locura, mientras que los ignorantes corrientes son los cuerdos.
-Al sentido común le cuesta seguir a esa Razón común de la que hablas –dije yo.
-Si no abandonas el sentido común –me contestó-, si no ves la idiotez de la normalidad, no puedes entender esto. Si conservas la cordura, la perderás; si la abandonas, la conseguirás. –Hizo un pequeño silencio, y luego siguió-: ¿Ves estas tabas? Los adultos lo llaman un juego. Saben lo que es un juego y lo que va en serio. Lo que ellos hacen es lo real: su política y sus guerras, sus negocios y sus pérdidas, sus hijos y su enemigos, sus esposas o esposos y sus ponerse los cuernos… todo eso es realmente serio, creen ellos. En verdad, es tan juego como las tabas. Es un ridículo juego. No comprenden que tomarse las cosas en serio es estar metido en un juego, y tomarse las cosas como un juego es lo único serio. El dios comprende todo en uno, y ve que guerra y paz son lo mismo. Pero nosotros somos como monos comparados con el dios. Nosotros ponemos nombres a las cosas, y lo que es esto no puede ser aquello. El dios, en cambio, tiene y no tiene nombre.
-¿Qué nombre tiene? –dije yo.
-Los griegos –me contestó- le llaman Zeus, o sea, luz, que es lo más grande. Pero con eso lo separan de la oscuridad. En cambio, el dios no está separado de nada, para el ser Absoluto nada es malo o despreciable. Por eso no puede ponérsele ningún nombre, ni adorársele de ninguna manera. Quiere y no quiere llamarse Zeus.
-¿Nunca podremos comprender eso, entonces? –le pregunté.
-Precisamente ahora lo comprendes –contestó-. Lo comprendes no comprendiéndolo, y no lo comprendes al intentar comprenderlo.
-Viejo Heráclito –le dije, entonces-, tú llevas años pensando en todo eso, y tu gran inteligencia te ha permitido llegar tan lejos que te sientes un extranjero entre los hombres. ¿Qué les dirías, si te pidiesen que les resumieses todo tu saber?
-Los hombres –dijo- dicen buscar el sentido de la vida, la solución al misterio de la muerte. Es verdad que muy a menudo se olvidan de eso, y se dedican a sobrevivir y reproducirse, generación tras generación. Pero el sentido de las cosas está ahí mismo, en cada uno de ellos. Lo encontrarán cuando vean que el sentido es lo mismo que el sinsentido; lo solucionarán cuando vean la vida como muerte y la muerte como vida.
-¿Cómo puede verse a la muerte como vida? –dije yo- ¿Crees que merece la pena decirles algo tan desesperanzador?
-Sólo es desesperanzador para el que no sabe qué es vivir –me contestó-. En lo que llaman vida no hay más que un continuo morir, instante a instante, para repetirse su nada. En la muerte alcanzamos la indistinción, y nos convertimos otra vez en el Zeus y Fuego y Razón única. Ya no distinguimos vida de muerte, felicidad de tristeza: despertamos. Pero los hombres quieren aferrarse a su sueño, y no quieren despertar, aunque en el sueño sufren continuamente. Aprende de esto, del juego. El reino es de un niño.

Esa fue mi primera conversación con el oscuro Heráclito, como le llaman los más, los “idiotas”, según los llama, cariñosamente, el viejo. Después he subido varias veces hasta su choza. Con el tiempo, he aprendido todos los secretos de las tabas, y se jugar sin pensar, y entonces lo comprendo todo. O eso me parece.

¿Qué piensas tú de un pensamiento como éste? ¿Sabiduría y locura son lo mismo? ¿Los contrarios son idénticos?

Ver también esta otra entrada sobre Heráclito

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Del nacimiento de la filosofía. Diálogo sobre mito y logos


Se dice que el nacimiento de la Filosofía en Grecia es el momento en que la humanidad, como si pasase de la infancia a la adolescencia, comienza a buscar explicaciones lo más puramente racionales y menos míticas posible acerca del origen, por qué y sentido de todas las cosas: ¿qué es real, auténticamente real (no aparente)?, ¿qué es bueno y justo?, ¿qué es bello?

Eso no significa que los humanos no se hicieron antes esas preguntas.  Pero, hasta que surgieron los filósofos griegos, las respuestas a todas esas preguntas eran más imaginativas (mágicas, zoomórficas, antropomórficas…) que racionales, más basadas en la autoridad que en la reflexión crítica, y más sometidas a intereses prácticos que sistemáticas. El filósofo griego se dio cuenta de que –como dice irónicamente Jenófanes de  Colofón- los tracios se figuraban a sus dioses, rubios y altos, como son ellos mismos, y los etíopes se los imaginaban negros: si los caballos imaginasen, se imaginarían a sus dioses como caballos. Figuramos a los dioses a nuestra imagen y semejanza. En Grecia, los llamados filósofos intentan comprender y conceptualizar a los "dioses" o a los principios, causas y elementos de la realidad.

¿Por qué ocurre esto en Grecia? Bien, podemos imaginar varias hipótesis: aparte de porque la humanidad, después de los grandes imperios anteriores, estaba ya “madura” para ello (los griegos tomaron todo el saber que pudieron de los egipcios y los persas), Grecia se vio favorecida por ciertas razones naturales: siendo un país lleno de islas y montañas, tuvo que organizarse en pequeños núcleos humanos muy independientes (más difíciles de controlar por un poder político y religioso muy jerárquico y centralizado) y a comerciar, mediante el mar, con otras civilizaciones: viajar y conocer otras culturas es, como se sabe, una buena manera de abrir la mente, pues compruebas que hay más de una manera de vivir. Conocer otras culturas te ayuda a pasar desde Zeus, Brahma o Ra a, por ejemplo, "la divinidad" o incluso el Principio o Esencia de todo. 


                          

                                                            ****

Os invito a leer un ficticio diálogo entre el primer filósofo, Tales de Mileto, y un escriba o sabio egipcio, con los que, cuenta la historia que Tales pasó un tiempo.


Tales.- Bien, querido maestro: ya he preparado mis cosas, dentro de un momento parto para Mileto.

Escriba.- Como quieras, no te insistiré más…

Tales.- Deseo repetirte mi enorme agradecimiento por haberme hecho partícipe de vuestra sabiduría. Los griegos, quiero creer, siempre seremos conscientes de la deuda que tenemos con vosotros, por vuestra sabiduría perenne, frente a nuestras siempre inestables dudas. Sois algo así como nuestro abuelo sabio.

Escriba.- Pero, escucha -¡voy a incumplir mi recién pronunciada palabra!-: ¿por qué, entonces, no te quedas aquí, compartiendo y acrecentando este saber? He conseguido la difícil autorización del Faraón… Serías un gran maestro, por tu penetración y tus moderadas necesidades. ¡A cuántos escribas egipcios, ignorantes y glotones, podrías servir de ejemplo!

Tales.- No tengo palabras para agradecer tu estima, que no merezco…

Escriba.- ¡Déjate de eso! ¿Qué te reclama en Grecia? Tú mismo nos has contado cómo allí los sabios tienen que buscar su supervivencia, entre la incomprensión y las burlas del pueblo, rebelde y desobediente, que cree que lo sabe todo. Incluso estáis perdiendo el sentido de lo divino y del poder, y cada vez más os gobiernan los comerciantes y los aduladores.

Tales.- Tienes razón. Con todo, maestro, prefiero volver a Mileto.

Escriba.- ¿Sabes? Creo que, por alguna extraña razón, no me explicas por qué…

Tales.- Aciertas. Y me doy cuenta de que, con eso, demuestro mi falta de agradecimiento y mi doblez griega… Así que, voy a decírtelo, aunque ello sea mi ruina.

Escriba.- Habla sin miedo.

Tales.- Maestro, creo que vuestra civilización, perfectamente organizada como un panal, con un rey que creéis nombrado por el Dios de la Luz universal, y repitiendo, año tras año, como las estaciones o el cielo, el mismo ritual, está, en verdad… muerta. Sois un pueblo inmóvil, como vuestros túmulos al faraón. En cambio, los griegos, como vosotros mismos reconocéis, somos jóvenes aún. Para alguien que está ansioso de conocimiento, es mucho más interesante un charco griego, tempestuoso de vida, que un enorme estanque calmo. Solo en el primero puede surgir nuevo pensamiento.

Escriba.- ¿Pensamiento y vida en el desorden? ¡Pensamiento y vida son orden, a imitación del Cielo!

Tales.- Quizá el pensamiento y la vida del Sol sean así, pero no las nuestras. Nuestro pensamiento, pienso yo –permíteme que ose decirte mi opinión- crece solo a partir de la pregunta, y nuestra vida, a partir de lo imprevisto. A vosotros no os quedan preguntas y os están prohibidas las verdaderas respuestas, porque vuestros mitos son incuestionables. Y, aunque encierran, seguramente, una gran sabiduría inconsciente, me resultan como… los cuentos de los niños. Los griegos, en cambio, parecemos destinados a pedir razones y a no aceptar autoridad. Y eso es precisamente lo más importante…

Escriba.- Explícate.

Tales.- Yo quiero investigar, por mí mismo, las razones de todas las cosas, las razones por sí mismas: no para mayor honra de los dioses o del rey, ni por temor a ellos, sino para honra de la propia razón y por temor solo a la ignorancia. No me malentiendas, no digo que no necesitemos a los demás. Pero nosotros dialogamos más en la plaza, como se hacen los contratos entre comerciantes, entre iguales (tienes razón, somos comerciantes…), no en la escuela, donde el maestro está elevado en su estrado. Los griegos no podríamos tolerar a un faraón, porque somos todos iguales.

Escriba.- ¿Con toda tu inteligencia no eres capaz de comprender que la igualdad de los hombres es una falsedad, promovida por los que quieren ganarse el apoyo, bestial e ignorante, de la masa, para sus intereses egoístas? ¿Crees que el valor se mide en el Mercado?

Tales.- Los hombres somos desiguales, sí, por naturaleza y por las circunstancias de la fortuna y la injusticia de la sociedad. Y, no, no se mide el valor en el Mercado. Pero esa desigualdad de los hombres debe ser combatida y puesta a prueba en el diálogo en igualdad, y el poder debe circular entre todos, como el dinero. Eso pienso, como ingenuo griego.

Escriba.- ¿Así que crees que los griegos sois superiores a nosotros, los egipcios, y a las otras civilizaciones perennes?

Tales.- Los griegos, en el fondo –te va a parecer absurdo-, solo creemos que somos superiores por una cosa: porque no creemos que haya ninguna civilización superior, y que el Logos es único en todos los hombres, y a él deben responder los dioses.

Escriba.- Tales, creo que, como dices, los griegos debéis de tener un destino nuevo, que nosotros no sabemos entender bien ni podríamos, quizá, soportar. Marcha, y ten toda la suerte y el amparo de los dioses.

Tales.- Gracias, maestro. Tendré siempre presente vuestra enseñanza.

¿Qué te sugiere este diálogo? ¿Significó para la humanidad un cambio, un progreso o un empobrecimiento, el nacimiento de la filosofía griega?