-No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. El alma no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees, pues, la fuerza, mi buen amigo, para instruir a los niños; que se eduquen jugando, y así podrás también conocer mejor para qué está dotado cada uno de ellos.
(Platón)

viernes, 12 de diciembre de 2014

Aristóteles y Platón se encuentran en el limbo

Diálogo figurado entre Aristóteles y Platón

P.- Hola, viejo alumno.
A.- Hola, maestro siempre joven.
P.- He oído que defiendes una teoría diferente a la mía, y que reniegas de mis ideas sobre el mundo de las ideas.
A.- Sí, maestro, lo siento. Hago caso a mi mente.
P.- Me parece muy bien. Eso demuestra que eres sabio, o llegarás a serlo. Y ¿qué pegas le encuentras a lo que pienso? ¿No estás de acuerdo con que hay Ideas, inmutables y universales, que no son fenómenos físicos y materiales?
A.- No es eso, maestro. Estoy del todo de acuerdo contigo en que los materialistas se equivocan, y no nos dicen de dónde salen las ideas universales, porque no las pueden sacar de la materia. La materia es informe, sin ninguna característica propia, así que no puede darse ni a sí misma las formas que adopta a cada rato.
P.- Muy bien, ¿entonces?
A.- Pero creo que quizás tú cometes el error contrario, al negar completamente lo material. ¿No dices que este mundo es sólo una ilusión, un reflejo, un sueño?
P.- Eso es. El mundo material es irracional, porque es y no es lo mismo a cada rato.
A.- Pero existe, creo yo. Tú no nos has explicado nunca cómo se produce esa ilusión. P.- Es una caída del alma, un olvido de la verdad.
A.- Y ¿por qué se olvidó el alma? Si todo fuese perfecto, como dices, no se produciría esa ilusión. Yo creo que el mundo no es una ilusión, sino algo real. Y no ganamos nada negándolo. Para explicar el cambio, creo yo, hay que aceptar que existen cosas inmutables, las formas, como las llamo yo, y algo mutable, como la materia, que coge unas formas y suelta otras. Tú tienes razón en que la forma es lo más importante, y hasta creo que existe una forma separada, el Dios, causa de todos los demás cambios pero inmutable él mismo. Pero te equivocas, creo, en que las formas existen separadas de la materia. Las formas son un aspecto de las cosas, y sólo las separa la mente. ¿No has confundido algo lógico con algo real? Corrígeme si estoy equivocado, maestro.
P.- Muchacho, siempre creí que tendrías tu propio pensamiento. Quizás tienes razón. Pero, dime: ¿las formas no existen, pues?
A.- No, no de manera independiente. Son aspectos de las cosas. ¿De qué sirve decir que todo está duplicado en otro mundo?
P.- O sea, que el círculo no existe fuera de los objetos circulares que hay en la naturaleza, esos que siempre cambian y nunca son perfectamente lo que son.
A.- Bueno, la forma del círculo está también en la mente, cuando lo separamos de la materia, por abstracción.
P.- ¿Y la mente si existe, es algo real?
A.- La mente es, también ella, un aspecto de ciertos seres, los inteligentes. Pero la mente no es una cosa independiente por sí misma, es una forma. No se puede separar, por lo menos la parte con la que percibimos el mundo, y la memoria y la imaginación.
P.- Muy bien. Entonces, si desapareciesen los objetos físicos, y las mentes que piensan, ¿el círculo dejaría de ser lo que es, según tú?
A.- El mundo nunca va a dejar de existir, porque nada puede destruirlo, ya que su movimiento circular es perfecto.
P.- Aunque fuese así, creo que puede imaginarse que desapareciese, o no hubiese existido. ¿Qué pasaría entonces con el círculo?
A.- Bueno, aún estaría en la mente.
P.- ¿En cual, si las mentes son formas de los cuerpos?
A.- Es que hay por lo menos una mente que no es forma de un cuerpo, la del Dios. Ahí siempre estarán las formas.
P.- ¿Y qué diferencia ves entre esa Mente Divina de la que hablas y mi Mundo de las Ideas?
A.- Quiero decir que las ideas no son objetos fuera de la Mente.
P.- Veamos, dices que sacamos la idea o forma círculo de ver muchos círculos. Pero ¿sacamos por abstracción, entonces, lo que no hay?
A.- No, sacamos lo que hay, formalmente.
P.- Entonces, el círculo, uno y el mismo, ¿está en infinitos sitios a la vez?
A.- Sí, la misma forma está en muchos objetos.
P.- Y ¿crees que la misma, exactamente la misma cosa, por ejemplo, el Círculo, puede estar en diferentes sitios a la vez? ¿Eso te parece más sensato que decir que lo que hay en diferentes sitios son sólo copias del mismo único ser, el Círculo en sí mismo?
A.- Pero ¿qué sentido tiene decir que existe algo que no está en ningún sitio?
P.- Bueno, yo digo que las Ideas están en sí mismas, en su propia realidad, como debe pasarle a este mundo físico tuyo ¿no? Pero, dime, ¿ese Dios del que hablas, tiene un conocimiento perfecto de las cosas?
A.- Perfectísimo.
P.- Y ¿las piensa como cambiantes y materiales?
A.- No, claro… porque él mismo no cambia.
P.- ¿Las piensa, entonces, eternas e inmutables?
A.- Sí.
P.- O sea, su pensamiento es perfecto, y piensa las cosas como eternas e inmutables, luego las cosas son, en verdad, así, eternas e inmutables, y somos nosotros, mentes imperfectas, las que lo vemos de manera cambiante ¿no se deduce eso?
A.- Sí parece.
P.- Y ¿qué es esa materia que dices tú que se mezcla con las formas?
A.- En sí misma no es nada, porque puede ser cualquier cosa.
P.- O sea, no tiene ninguna propiedad, pero ¿existe?
A.- No, no existe separada de la forma.
P.- Y ¿cómo la conoces?
A.- Porque veo que el cambio no se puede reducir a puras ideas estáticas.
P.- Pero ¿no tienes de la propia materia una Idea, la que yo he llamado Idea de Lugar, vacía y homogénea por todas partes?
A.- Sí.
P.- O sea, que si mezclas las otras Ideas con la Idea de Lugar ¿no tienes ya todas las cosas que ves?
A.- Puede ser, pero sigo diciendo que las ideas son estáticas, sin movimiento.
P.- Y ¿percibes tú el movimiento, o sólo Ideas en diferentes mezclas?
A.- No estoy seguro, maestro. Veo que el asunto es más difícil, y que podría haber estado otros veintitantos años en tu escuela…
P.- Los humanos tenemos un conocimiento incierto. Sigue intentando defender ese camino que has tomado, porque creo que tiene mucho a su favor.
A.- Gracias, maestro. Pero mejor sería que lo defendieras tú mismo.
P.- Yo soy un místico, y prefiero creer en mi mundo perfecto y en que todo lo demás es una ilusión. Tú tienes los pies más en el suelo. Esa teoría te pertenece por derecho propio.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

El síntoma del "síndrome de Diógenes", o acerca de qué es la mierda

Hablando de los “grandes” me había olvidado (¡como no!) de los pequeños.

Diógenes de Sinope, "el Cínico" (siglos IV – III a. c.), quiso vivir de manera natural, es decir, sin los artefactos artificiales y las artimañas arteras de la sociedad y la convención. Por eso su casa era una tinaja, y sus únicas propiedades, un manto, un zurrón, una garrota y un cuenco… hasta que vio a un niño que cogía el agua con las manos, y entonces Diógenes se deshizo de su cuenco: "Este niño me ha enseñado que tenía cosas que no necesito".

Se dice que andaba con una linterna, diciendo que buscaba un humano. Pero, claro, sólo encontraba políticos, profesores, abogados, trabajadores, amas de casa…

Un día se masturbaba en la plaza pública de Atenas, y algunos ("gentecilla de bien" los llamaría Brassens) le reprendieron. Él contestó: -¡Ojala el hambre se quitase también sólo con frotarse la barriga!

Una vez Alejandro Magno fue a verle y le preguntó: -¿Puedo hacer algo por ti? Diógenes contestó: -Sí, que te quites, porque me tapas el sol.

No sé bien por qué extraños caminos se ha llegado a identificar su nombre con esa “enfermedad” (síndrome) de algunas personas que acumulan basura. Lo que demuestra esto para mí es que el verdadero síndrome de Diógenes lo padecemos los demás (incluido el santísimo Platón, que, según se cuenta, llamaba a Diógenes “Sócrates delirante”), porque sólo alguien que, como nosotros, esté con la mierda hasta el cuello es capaz de
-no darse cuenta de que los que acumulamos mierda somos los que tenemos mil cosas que no necesitamos y nos esclavizan

-confundir la libertad con la miseria y la riqueza con la higiene

(quien no se identifique con esta descripción, que no se sienta aludido)

Porque ¿Qué es la mierda?

(Os recomiendo esta canción, un poema del poeta y pensador español Agustín García Calvo, con música de Amancio Prada:
Libre te quiero



Pero no mía, ni de Dios ni de nadie, ni...
tuya siquiera

lunes, 27 de octubre de 2014

Bien de Verdad. El intelectualismo moral de Platón (Platón IV)


La ética de Platón es muy chocante para el sentido común, sobre todo en nuestros tiempos poco intelectualistas. Aunque modernamente hemos desarrollado mucho la ciencia y la técnica, creemos, en general que las cuestiones de qué es bueno o malo, justo o injusto, no son un objeto del conocimiento (no son objetivas), sino que dependen de los gustos o los deseos subjetivos de cada uno (aunque, a la vez, solemos hacer juicios acerca de lo que hacen los demás, como si pudiéramos juzgarlos de alguna manera objetiva). Platón, sin embargo, creía, como Sócrates, que la ética tiene que ser una “ciencia”, es más, la ciencia principal: si no sabes qué es lo bueno, y qué es bueno dadas tus características, ¿cómo puedes llevar una vida buena? Es nuestra inteligencia, según Platón, la que guía nuestras acciones. Y, por eso, debe ser educada:

-Venga, por favor, ahora Protágoras, ¿qué opinas de la ciencia? ¿Es que tienes la misma opinión que la mayoría, o piensas de modo distinto? La mayoría piensa de ella algo así, como que no es firme ni conductora ni soberana. No sólo piensan eso en cuanto a su existencia de por sí, sino que aun muchas veces, cuando algún hombre la posee, creen que no domina en él su conocimiento, sino algo distinto, unas veces la pasión, otras el placer, a veces el dolor, algunas el amor, muchas el miedo, y, en una palabra, tienen la imagen de la ciencia como de una esclava, arrollada por todo lo demás. ¿Acaso también tú tienes una opinión semejante, o te parece que el conocimiento es algo hermoso y capaz de gobernar al hombre, y que si uno conoce las cosas buenas y las malas no se deja dominar por nada para hacer otras cosas que las que su conocimiento le ordena, sino que la sensatez es suficiente para socorrer a una persona?

-Opino tal como tú dices, Sócrates, contestó; y, desde luego, más que para ningún otro, resultaría vergonzoso precisamente para mí no afirmar que la sabiduría y el conocimiento son lo más soberano en las costumbres humanas.

-Hablas tú bien y dices verdad, dije. Sabes entonces que muchos hombres no nos creen, ni a ti y ni a mí, y que afirman que muchos que conocen lo mejor no quieren ponerlo en práctica, aunque les sería posible, sino que actúan de otro modo. Y a todos cuantos yo pregunté cuál era, entonces, la causa de ese proceder, decían que estar vencidos por el placer o el dolor, o que los que hacían eso obraban dominados por alguna de esas causas que yo decía hace un momento.

-Creo que, como en muchos otros temas, no hablan correctamente los hombres. (Protágoras 352c)

Una contra-intuitiva consecuencia de esto, es que hay que considerar que quien hace el mal lo hace por ignorancia. Eso sí, hay una ignorancia fundamental, en la que no reparamos a menudo: la ignorancia acerca de lo que somos. Si creo soy una máquina de satisfacer deseos, será lógico que busque mi placer, al precio que sea. Esto es lo que llamamos, equivocadamente, ser “egoísta”. En realidad, el egoísta inteligente valora sobre todo la mejor parte de su alma, la razón, y no sacrifica su dignidad a otros intereses:

Sóc.- ¿No todos, en tu opinión, mi distinguido amigo, desean cosas buenas?
MEN. –– Me parece que no.
SÓC. –– ¿Algunos desean las malas?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Y creyendo que las malas son buenas ––dices– ¿o conociendo también que son malas, sin embargo las desean?
MEN. ––Ambas cosas, me parece.
SÓC. –– ¿De modo que te parece, Menón, que si uno co­noce que las cosas malas son malas, sin embargo las desea?



MEN. –– Ciertamente.
SÓC.––¿Qué entiendes por «desear»? ¿Querer hacer suyo?
MEN. –– Desde luego, ¿qué otra cosa?
SÓC. –– ¿Considerando que las cosas malas son útiles a quien las hace suyas o sabiendo que los males dañan a quien se le presentan?
MEN. –– Hay quienes consideran que las cosas malas son útiles y hay también quienes saben que ellas dañan.
SÓC. ––¿Y te parece también que saben que las cosas malas son malas quienes consideran que ellas son útiles?
MEN. –– Me parece que no, de ningún modo.


 
SÓC. –– Entonces es evidente que no desean las cosas malas quienes no las reconocen como tales, sino que de­sean las que creían que son buenas, siendo en realidad ma­las. De manera que quienes no las conocen como malas y creen que son buenas, evidentemente las desean como buenas, ¿o no?
MEN. –– Puede que ésos sí.
SÓC. ––¿Y entonces? Los que desean las cosas malas, como tú afirmas, considerando, sin embargo, que ellas da­ñan a quien las hace suyas, ¿saben sin duda que se van a ver dañados por ellas?


 
MEN. –– Necesariamente.
SÓC. –– ¿Y no creen ésos que los que reciben el daño merecen lástima en la medida en que son dañados?
MEN. –– Necesariamente, también.


 
SÓC. –– Luego nadie quiere, Menón, las cosas malas, a no ser que quiera ser tal. Pues, ¿qué otra cosa es ser me­recedor de lástima sino desear y poseer cosas malas?
MEN. –– Puede que digas verdad, Sócrates, y que nadie desee las cosas malas. (Menón 77c ss)

Según Platón, entonces, es peor hacer un mal que padecerlo. ¿Puedes argumentar por qué esto es así? ¿O por qué no lo es?

miércoles, 15 de octubre de 2014

El "mito" de la caverna (Platón IV)

Aquí podéis visualizar una presentación del "mito de la caverna", el texto más famoso y leído de toda la historia de la filosofía.
Esta presentación forma parte del libro multitáctil, LA FILOSOFÍA DE PLATÓN,cuyos autores somos Elena Diez de la Cortina y yo, Juan Antonio Negrete. Podéis encontrar el libro aquí

lunes, 6 de octubre de 2014

Las Ideas y las "cosas" (Platón II)

Si uno (Platón, por ejemplo) quiere saber qué es bueno para una persona, antes debe saber qué es una persona (conócete a ti mismo, que decía Apolo), y para eso necesita saber qué son las cosas, qué es la realidad. ¿Sabemos qué son, en realidad, las cosas?

Por supuesto, todo el mundo está aquí, en la realidad, así que sabe lo que es la realidad:

-La realidad es lo que vemos, oímos, olemos, tocamos… o lo que podemos ver, oír, oler, tocar… o sea, en una palabra, lo que podemos Percibir, lo SENSIBLE. Y ¿cómo es lo sensible?

-La realidad, lo sensible, está situado en el ESPACIO y en el TIEMPO: todo ocupa un lugar (más grande o más pequeño) y dura un tiempo (más corto o más largo). Como ocupa un lugar y un tiempo, toda realidad CAMBIA, está sujeta al DEVENIR (como dicen los filósofos). Tú, por ejemplo, no existías hace unos años; luego “viniste al mundo”, como se suele decir, es decir, naciste; luego has ido creciendo, transformándote de un mico de teta en una persona hecha y derecha...; envejecerás, te arrugarás y morirás, desaparecerás para siempre jamás. Y lo mismo le pasa a cualquier otra cosa. Esto es la realidad. El movimiento no se para. Si se parase una cosa se pararían todas, y no lo notaríamos, ni pasaría nada, porque el tiempo no es más que medida del cambio.

-Porque todo lo que existe es CONTINGENTE, o sea, no es necesario, ni será nunca igual.


Esto es la realidad. ¿Sí? Pero… ¿qué es cada cosa, entonces? ¿Qué soy yo, si estoy continuamente cambiando? Para ponerlo más fácil, ¿qué es este bolígrafo? A ver: es un objeto cilíndrico, rojo, rígido o duro… Pero todo esto no son más que ADJETIVOS, y además, pueden estar o no estar. Lo cilíndrico puedo moldearlo (calentándolo, por ejemplo) y hacerlo rectangular; lo rojo puede cambiar de color…

Pero ¿qué pasa con las IDEAS de Cilindro, Rojez, Dureza...? Estas, ahora que me doy cuenta, no tienen las mismas características que he dicho que tiene la realidad, sino las contrarias:

-No son sensibles: no puedo ver el Cilindro, puedo ver cosas cilíndricas. El Cilindro no tiene unas dimensiones concretas, es perfectamente cilíndrico (no como las cosas cilíndricas de la “realidad”). Lo mismo pasa con el círculo, con la rojez, con la dureza. Las ideas no están entre los objetos que puedo ver. Sin embargo sí puedo pensarlas, con el entendimiento. Son INTELIGIBLES, pero no sensibles.

-¿Son espacio-temporales? No. El Cilindro, el Círculo, la Rojez, no están en ningún lugar en concreto, ni existe en un tiempo. Es absurdo pensar que hubo un tiempo en que el Cilindro no tenía las propiedades que tiene ahora. Las Ideas son inespaciales, atemporales. Si supongo que el mundo desaparece ahora mismo, no por eso puedo pensar que 2+2 dejan de ser 4. Y si el mundo material no existió alguna vez, aún así las Ideas eran como son, y lo serán siempre. Mejor dicho, no tienen nada que ver con el tiempo y el espacio.

-Además, por eso mismo, las Ideas no cambian, son INMUTABLES. Una cosa cilíndrica puede hacerse cuadrangular, una cosa roja puede volverse blanca, pero el Cilindro no puede convertirse en Cuadrángulo, ni la Rojez puede hacerse Blancura.

-Las Ideas son Sustantivas, es decir, cada una se define por ser ella misma: lo Blanco (o sea, la Blancura) lo Círculo (la Circularidad), lo Bello (la Belleza), etc. Las Ideas son las Esencias, es decir, el Qué es cada cosa.

-Así que las Ideas o Esencias tienen necesariamente las propiedades que tienen.


Tengo, por tanto, dos tipos de “cosas”:

-los fenómenos, que son particulares (localizados espacio-temporalmente), cambiantes, sensibles, contingentes, sus propiedades son Adjetivas; y

-las Ideas, que son universales (atemporales, inespaciales), inmutables o eternas, necesarias.

¿Cuáles de estos dos tipos de cosas son reales, verdaderamente reales? Posibles respuestas:

A) Las Ideas no existen realmente. Sólo son reales las cosas materiales.


     A1) Las Ideas no existen en absoluto, son ficciones, inventadas por nosotros.

     A2) Las ideas no son del todo ficciones, sino productos de nuestra mente humana, abstraídas o separadas del todo en que están mezcladas, y mediante las cuales entendemos la realidad.


B) Las Ideas son reales, existen por sí mismas, de forma independiente a los fenómenos materiales.


     B1) Las Ideas existen aparte del mundo material, y gracias a ellas conocemos a éste.

      B2) Las Ideas no sólo son reales, sino que son la verdadera realidad. El mundo físico es una ilusión, una forma distorsionada en que percibimos las Ideas, debido a nuestra ignorancia.


¿Cuál te parece más razonable y por qué?

lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Pensar antes de actuar? Platón I

"Antes, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos: tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos. Entonces se produjo una revolución; al frente de este cambio político se establecieron como jefes cincuenta y un hombres. Ocurría que algunos de ellos eran parientes míos y me invitaron a colaborar en trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de extrañar, dada mi juventud: yo creí que iba a gobernar la ciudad sacándola de un régimen injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención en ver lo que podía conseguir. En realidad, lo que vi es que en poco tiempo hicieron parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas enviaron a mi querido y viejo amigo Sócrates, de quien no pondría ningún reparo en afirmar que fue el hombre más justo de su época, para que, acompañado de otras personas, detuviera a un ciudadano y lo condujera violentamente a la ejecución. Pero Sócrates no obedeció y se arriesgó a toda clase de peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues, todas estas cosas, me indigné y me abstuve de las vergüenzas de aquella época.

Poco tiempo después cayó el régimen de los Treinta, y otra vez me arrastró el deseo de dedicarme a la política. Pero la casualidad quiso que algunos de los que ocupaban el poder hicieran comparecer ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates y presentaran ante él la acusación más inicua y más inmerecida. Al observar yo todas estas cosas, cuanto más atentamente lo observaba más difícil me parecía administrar bien los asuntos públicos. Entonces me vi obligado a reconocer, en alabanza de la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en la vida pública como en la privada"
. [Platón. Carta vii. Extractos]


¿Creéis que es sensato quedarse sentado hasta saber qué es lo Justo, antes de tomar ningún partido contra las injusticias?
¿Cuántos políticos se habrán preguntado a fondo qué es la Justicia? ¿Se llega así a la política?

martes, 23 de septiembre de 2014

La sabiduría de la ignorancia: Sócrates

¿A dónde puede ir uno si quiere hacerse sabio? (Pero sabio, no en ordenadores o en zapatillas, sino sabio en… la vida, digamos). Si uno quería hacerse sabio en la Atenas de Sócrates podía encaminarse a la escuela de algún sofista (bueno, necesita dinero también).

Pero a Sócrates no le dejaba satisfecho lo que esos sabios querían o podían enseñarle... (además, no andaba muy bien de fondos para costearse el curso avanzado) ¿Por qué?
¿Qué te enseñaban estos grandes hombres? La mayor de las habilidades, aseguraban, la que las usa a las demás, y la que te puede hacer más poderoso: la de convencer.

Para explicarle el gran poder de la retórica a Sócrates, Gorgias le cuenta cómo muchas veces él, que no sabe ni jota de medicina, acompaña a su hermano, que es un gran médico, y sólo él, Gorgias, con su saber hablar, convence al enfermo de que se tome la medicina o se deje amputar. Y lo mismo podría decirse de la política (¿habría llegado Hitler tan lejos si no hubiesen tenido ese poder de atracción?) o de cualquier otro asunto.

Pero ¿cómo puede ser, preguntaba entonces Sócrates, que convenza más alguien que no sabe de un asunto que el que sí sabe? ¿Por qué la simple y desnuda verdad no convence a algunos? ¿A quienes convence más la apariencia que la verdad?

A ver, ¿haría falta Gorgias en un congreso de medicina para convencer a los médicos de un nuevo descubrimiento? ¿O en un congreso de herreros, o de matemáticos? No, porque estos no se dejarán convencer por la retórica (bueno, aquí hay mucho que decir, pero digamos que, en la medida en que sean médicos, herreros, matemáticos… se fiarán sólo de argumentos veraces). Entonces... es sólo a los ignorantes a los que convence la retórica.

De todas formas, sería muy útil esa técnica allí donde nadie es más sabio que los demás, por ejemplo, en una junta de vecinos. O... en una campaña electoral.

Aquí viene la segunda pega de Sócrates. ¿Es útil tener ese poder? ¿Útil para qué? Por supuesto, para conseguir nuestros fines. Pero ¿cuáles? ¿Sabemos cuáles son esos?

No, para eso necesitaríamos antes saber qué es un ser humano y qué nos conviene.

¿Qué es el hombre? (según Kant esta es la pregunta que encierra a todas las preguntas filosóficas):






Conócete a ti mismo (gnothi seauton, en griego), decía la inscripción del templo de Apolo en Delfos, y Sócrates lo consideró siempre el primer (y quizás último) mandamiento.

Pero en la búsqueda de uno mismo la retórica no sirve para nada. Sería engañarse a sí mismo.

Y ¿sabe el sofista qué es lo bueno?

Los sofistas solían contestar a Sócrates una de dos:
  • o que todo el mundo lo sabe
  • o que nadie lo sabe, porque si no hay una verdades absolutas, menos aún las hay en el tema de lo bueno y malo.

Pero, creía Sócrates que es evidente que no todo el mundo lo sabe ni cree saberlo, porque ni siquiera están de acuerdo. ¿Será, entonces, que no hay nada en sí bueno o malo, sino lo que uno decida o prefiera?

Lo bueno es lo que quiere cada uno, y quien más poder tiene impone sus gustos (pensaba un sofista, llamado Trasímaco). Pero, objeta Sócrates ¿y si el poderoso es ignorante, y manda algo que le perjudica?

Supongamos que unos extraterrestres te hacen el mejor regalo: una máquina con la que puedes controlar a todas las personas. Puedes destruir o dañar a quien no te obedezca, y nadie te la puede arrebatar, porque detecta a los intrusos y los daña. ¿Esa máquina te acercaría más a la felicidad?


Sócrates, en cambio, confesaba abiertamente que no sabía realmente nada, porque no sabía quién era y qué le convenía. Lo que sí sabía es que no lo sabía, y que debía dedicar todo el tiempo que pudiese a saber eso antes que nada, si no quería vivir (como, por desgracia, le pasa a la mayoría) siguiendo ciegamente el camino trazado.

Así lo cuenta él en su defensa ante el jurado (según la versión de Platón):

De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. Pues bien, una vez mi amigo Querefonte fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir el oráculo. Más tarde, a regañadientes, me puse a investigarlo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios. Ahora bien, al examinarle, me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio, y especialmente lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que el creía ser sabio, pero que no lo era. Así me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Después de esto iba yo uno tras otro y, ¡por el perro!, me pareció que los de mayor reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios. A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, y han surgido muchas tergiversaciones y el renombre de que soy sabio. Es probable que el dios sea en realidad sabio y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que habla de Sócrates como si dijera: ”es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría. [Platón. Apología de Sócrates. 20e y ss. Extractos]

O sea, los que no saben, y ni siquiera saben que no saben, enseñan (y cobran sus enseñanzas, sus discursos llenos de afirmaciones contundentes). Quien sabe que no sabe y busca el saber, no adoctrina, sino que dialoga, y nunca cobra nada por sus palabras. ¿Te suena este fenómeno?

Más curioso aún: los que no saben ni siquiera su ignorancia de lo que es valioso, sostienen que no hay nada que averiguar sobre lo que es bueno (o lo saben ya todos o nunca lo podrá saber nadie); sin embargo, quien sabe que no sabe, cree que se podría llegar a saber qué es lo bueno.

¿Sabe la gente lo que es bueno? ¿Quiénes lo saben?
¿Qué relación tiene esta cuestión con la de la utilidad?

lunes, 22 de septiembre de 2014

La utilidad de lo verosímil: los sofistas

Discurso (ficticio, pero real) de inauguración del máster de Educación para Ciudadanos. Impartido por el reputado intelectual, Protágoras de Abdera.


Queridos ciudadanos de Atenas,
cuantos os habéis inscrito en este curso, haciendo un esfuerzo económico que podíais haber destinado a cosas más usuales y aparentemente prácticas, queréis, es de suponer, aprender algo de este presunto sabio que soy yo, y confiáis en que tenga algo muy importante que aportaros. Muy bien. Y ¿qué es lo andáis buscando? ¿Qué puede aportaros un humilde intelectual venido de lejanas tierras, un extranjero sin oficio, sin más oficio que la palabra?

Algunos, quizá, vengan con la sincera creencia de que van a encontrar aquí la Verdad, con mayúsculas, o al menos una parte de ella. Otros vendrán pensando que van a encontrar aquí algo útil, una profesión con la que sustentarse y sustentar a su familia el resto de sus días. Ambos aciertan, en parte, pero ambos se equivocan también.

Tal vez algunos crean que les voy a mostrar todo lo divino y humano, como se suele decir. Pues bien, ya os digo de antemano que de los dioses no diré ni una palabra, porque no tengo la capacidad suficiente para decir nada de ellos. Ni, a decir verdad, creo que la tenga nadie, por más que algunos presuman de saber mucho del asunto. En todo caso, otros os enseñarán esas cosas a quienes os interesen. Yo me limitaré a lo humano, que ya es mucho. Os hablaré de la verdad, tal como yo la entiendo. Y os enseñaré lo más útil para vuestras vidas. Pero, sobre todo, querría que, después de este curso, fueseis mejores ciudadanos de vuestra ciudad y del mundo, y personas más hábiles para conseguir su felicidad. Ahora bien, quienes vengan buscando a un filósofo que conoce la verdad absoluta de todas las cosas, pueden volver a la secretaría y pedir que le devuelvan el dinero. A esos no he logrado explicarles, mediante la publicidad que habéis encontrado por toda la ciudad, qué saber imparto yo.

Voy a empezar hablando de la Verdad, esa grandilocuente palabra. Puede que alguno de vosotros haya leído los libros de los sabios, de Tales el milesio, de Anaxágoras el de Clazómenas, pero que vive en esta ciudad desde hace tiempo, o del itálico Parménides, o de la secta de los pitagóricos, o del oscuro Heráclito, el efesio. Todos y cada uno de ellos tienen una verdad que ofrecernos, y su verdad es, si les creemos, la Verdad absoluta y última, el cómo son las cosas en sí mismas. Desgraciadamente, es difícil encontrar a dos de ellos que tengan la misma verdad absoluta. Sin embargo, todos son muy hábiles para demostrarnos que la suya es la verdad verdadera, y en ordenarnos que les sigamos.

Pues bien, yo, que también les he leído y estudiado, y me he devanado los sesos con sus libros difíciles, he llegado también a Mi verdad (quiero resaltar lo de ‘mi’). Os la voy a decir desde ahora mismo. Mi verdad, la verdad que he descubierto, escuchad, es… que no existe la verdad. No hay la Verdad absoluta, y es inútil buscarla. Hay tu verdad, tu verdad, la verdad de Anaximandro, la de Homero, la de las ranas. Pero no hay La Verdad, sola y única. Y si la hubiera, nosotros no podríamos conocerla. Es más, aunque alguno lograse conocerla, no podría contárnosla a los demás.

¿Por qué pienso así? Os lo contaré de manera muy sencilla. ¿Qué es eso de La Verdad? Los filósofos dicen que la Verdad es la Verdad en sí misma, independiente de cómo la crea yo o tú. Tú y yo no vemos más que apariencias, pero la Verdad en sí misma está más allá o detrás de las apariencias. Y yo me preguntaba: ¿cómo puedo escapar yo de las apariencias, y encontrar esa realidad real? Y por fin comprendí que eso es imposible. Yo jamás saldré de mí mismo. Uno no puede dejar de percibir lo que ve como lo ve, aquí y ahora. Lo que yo veo y creo, no puede ser falso para mí. Puede serlo para ti, pero eso es otro asunto. Si tú me convences de algo, es decir, si consigues que yo piense como tú, entonces habrás cambiado mi creencia acercándola a la tuya. Eso es todo: no estaremos ahora más cerca de la verdad. La verdad, sin relación contigo o conmigo, carece de sentido. ¿Comprendéis? El hombre es la medida de todo, de lo que existe y de lo que no.

Algunos, cuando me oyen decir esto (acaso a vosotros se os está ocurriendo lo mismo), me dicen: pero, Protágoras, los filósofos se toman la molestia de razonar lo que dicen. A esto contestaré dos cosas. Lo primero es que uno no puede razonarlo todo. Ciertas cosas las dará por supuestas. Hay gentes, por ejemplo, que creen que la manera de demostrar una cosa es sacrificando un gallo y mirando sus intestinos. Si un filósofo les dice que tienen que atenerse a su manera de argumentar, y dejarse de gallos, o de libros sagrados, y coger las palabras del filósofo, estará haciendo una descarada petición de principios.

Lo segundo que tengo que decirle a ese, es esto: resulta que los propios filósofos están continuamente contradiciéndose, no sólo unos a otros, sino cada uno a sí mismo. Unos dicen que todo es uno, pero ya al decirlo se están traicionando, porque sus propias palabras les desmientes. Otros dicen que todo viene del infinito, pero ese infinito lo expresan en palabras concretas y finitas. El inteligente Gorgias, el leontino, ha demostrado que, en realidad, nada es. Que ¿cómo? Pues así: si hubiese ser, dice, tendría que venir de algo o de la nada. De la nada, decimos que nada sale. Pero si el ser viniese de algo, sería de otro ser, o sea, que el ser viene del ser. Y eso es lo mismo que decir que no ha venido, sino que no tiene principio. Pero lo que no tiene principio, no existe. Así que nada es. Gorgias ha inventado este razonamiento de broma, claro…, y en serio.

Cuando decimos de una teoría que es verdadera, sólo estamos diciendo que yo la creo, que me gusta, que me siento irresistiblemente inclinado a afirmarla. Eso le pasa a cualquier creyente en algo. Ahora bien, los hay más o menos fanáticos. Muchos filósofos, lo digo como sinceramente me lo dicta mi corazón, son fanáticos, fanáticos de ciertas creencias, llamadas razonamientos, que creen que todo el mundo debería compartir.

Muy bien, me diréis, si como dices no hay ninguna verdad superior a otra, ¿qué tienes tú que enseñarnos? ¿Para qué te hemos dado nuestro dinero? Aquí pasamos a lo segundo y más importante (no vayáis todavía a pedir que os devuelvan el dinero de la matrícula). Claro que no todas las verdades son iguales. Claro que hay sabios e ignorantes. Pero ¿qué es lo que distingue a un sabio de un ignorante? No el que uno sepa la Verdad con mayúsculas y el otro no, porque cada uno tiene su punto de vista, verdadero para él. La diferencia es que unos puntos de vista son más útiles que otros para cubrir nuestras necesidades. Y esto es lo verdaderamente importante. Yo querría enseñaros, no la verdad, sino la creencia más conveniente y útil.

Ahora, ¿qué necesitamos para eso? Pues es muy sencillo, aunque es a la vez muy difícil de conseguir. Necesitamos los mejores medios para satisfacer nuestros deseos. Se dice pronto, ¿verdad?

Son dos cosas: primero, nuestros deseos. ¿Cuáles son nuestros deseos? Los filósofos dicen saber, por supuesto, qué tenemos que desear tú, y tú, y yo. Pero, desde luego, están equivocados. Ellos no pueden saber qué tienes que desear tú, porque eso es algo que, sencillamente, tienes que elegir tú. Igual que creen que hay una Verdad absoluta, ellos creen que existe lo Bueno en sí. Pero mirad lo que os digo: yo he viajado mucho. Y ¿sabéis qué he comprobado? He comprobado que en cada sitio la gente creía que lo bueno por naturaleza era lo que hacían y querían hacer ellos. Aunque para las personas de otros lugares se tratase de cosas absurdas. Unos pueblos comen carne, otros no quieren ni verla. Unos, cerdo; otros, ranas. Unos se afeitan la cabeza, otros se dejan melena. Unos creen que la homosexualidad es un pecado, otros creen que es sagrada; incluso sé de pueblos que comen carne humana. ¿Puede alguien decir que unas de esas cosas son buenas y otras malas? No puede. Lo bueno, para uno, es lo que uno aprueba, lo que quiere y desea. Aunque a otros les parezca horrible. En esto, pues, no puedo enseñaros mucho. Miraos a vosotros mismos y preguntaros: ¿qué me gusta a mí, verdaderamente? No qué dicen otros que tendría que gustarme. Así no serás nunca feliz.

Pero hay una segunda cosa, que son los medios para conseguir vuestros deseos. Si yo deseo una casa, necesito un terreno donde construirla. Si no la deseo, eso es completamente inútil para mí. Hay cosas útiles e inútiles, no buenas o malas. Son útiles las que me llevan a donde quiero. Inútiles, las demás.

Y ¿qué pintas tú en esto?, estará pensando alguien. Escuchad ahora bien. ¿Sabéis cuál es la herramienta más útil de todas? ¿No? Pues, para hablar en tono mítico (así, de paso, tengo algo que decir sobre lo divino) esa herramienta nos la dieron los dioses, para que nos pudiéramos proteger y defender de la naturaleza, para que la dominásemos a nuestro deseo. Esa herramienta se llama Palabra. La Palabra es lo más útil que hay. Hay una segunda herramienta, hermana de la palabra. Se llama Política. Quien sabe manejar estas dos herramientas, sabe todo lo que un mortal puede saber para hacer su vida mejor.

Eso es lo que os enseñaré: os enseñaré los secretos de la Palabra, y su hija la Política. Debéis manejar bien las palabras, para que digan lo que queremos que digan, lo que cada uno quiere decir con ellas. Las palabras tienen que significar lo que vosotros queráis, para hacer con ellas el mundo que deseáis.
Os enseñaré el secreto de la política. Vosotros tenéis mucho camino hecho, porque vivís en una democracia. La democracia es ese lugar donde nadie le dice a nadie qué es verdadero o bueno en sí mismo, ni cómo debe vivir. Cada uno decide su vida, y es tolerante con las vidas de los demás, aunque a él no le encanten. Y la democracia es, sobre todo, donde se usa la palabra, la palabra para convencer a los demás, para que vean las cosas como yo, y vivamos en paz entre semejantes.

A quienes esto les parezca poco, pueden ya pedir que se les devuelva el dinero de la matrícula, y pueden dirigirse a alguno de esos filósofos que ya conocéis. Yo mismo os puedo dar varias direcciones, porque las frecuenté en otros tiempos. Al resto de vosotros, bienvenidos. Si os quedáis, habré demostrado hoy mismo que, efectivamente, la palabra es el mejor instrumento. Pero comprometo otra demostración. Cuando terminéis este curso, sabréis usar la palabra de manera que nadie os convencerá de lo que no deseáis, y en cambio vosotros convenceréis a todos. Así que, os doy esta garantía: si, acabando este curso, uno de vosotros pierde el primer juicio al que se presente, le devolveré todo su dinero.

¿Qué os parece este discurso? ¿Pagaríais el curso -si tuviéseis dinero-?

Ver también  esta otra entrada sobre los sofistas

jueves, 18 de septiembre de 2014

Heráclito, la oscuridad luminosa

(Narración, ficticia y, por tanto, real)

Sin hacer caso de las gentes, que dicen que es un loco soberbio y huraño, un día subí hasta la cabaña del viejo Heráclito, el filósofo solitario que, según cuentan, se alimenta de raíces y dice cosas incomprensibles. Lo encontré jugando a las tabas con unos niños. La fama dice que sólo a los niños les tiene aprecio. Me detuve a unos pasos de ellos y, al notar mi presencia, el viejo dijo:
-¿Qué quieres? ¿Sabes el juego de las tabas?
-Sí –dije-, pero vengo a otra cosa.
-¿A qué vienes? –dijo, secamente.
-A conocer tu sabiduría –contesté.
-¿Sabiduría? –dijo, en tono irónico-. Si sabes jugar a las tabas ya eres señor de toda la sabiduría –hizo un silencio. Yo tampoco dije nada. Luego siguió:
-Vete, no tengo nada que enseñarte. En la ciudad hay muchos maestros, pueden enseñarte a ser un buen ciudadano, rico y respetado.
-Ya los conozco –dije yo-. Ahora quiero saber qué dices tú, al que ellos toman por loco.
-Hazles caso –dijo él-. Lo que tengo que decir no sirve para nada, y es absurdo, enemigo de la normalidad.
-Ya sé lo que dicen los normales –insistí yo-, quiero saber también lo absurdo.
-Piénsalo tú mismo, como he hecho yo: estudiarme a mí mismo –dijo en su tono seco.
-Creía –dije- que los que han pensado algo profundo aman a las personas, y están dispuestos a hablar con ellos si los ven deseosos de comprender. ¿Tu sabiduría te lleva a rechazar la amistad?
Entonces él se me quedó mirando, con una mezcla de curiosidad y cierta satisfacción, y con un tono más dulce, me dijo:
-¿Sabes digerir raíces?
-Dicen que son muy amargas –contesté.
-Y por eso mismo son lo más dulce –dijo él.
-Sí, querría ir a las raíces: son las que sujetan el árbol –dije.
-Porque están ocultas a la vista y no son aparentes –dijo.- Lo que yo pueda decirte es locura para los más, que sólo creen lo que se ve, e ignoran la luz oculta. Los más viven en sueños, son propiamente idiotas.
-¿Cuál es nuestra idiotez? –pregunté.
-La idiotez –contestó, mientras seguía jugando a las tabas con los niños- es vivir en un mundo propio, y no conocer el mundo común. Pero hay una única Razón, que lo gobierna todo y es todo. Ella es un fuego vivo, que todo lo crea y todo lo devora, y que huele a diferentes cosas según las hierbas que consume.
-¿Y cuál es esa Razón única? –le pregunté.
-Las gentes, encerradas en su sueño, creen que lo blanco es blanco y lo negro es negro; que lo vivo es vivo y lo muerto, muerto; que lo sagrado es sagrado y lo profano es profano; que lo bueno es lo bueno y lo malo es lo malo.
-Eso creen todos –asentí.
-Sin embargo –siguió-, lo blanco se oscurece y lo negro blanquea; lo vivo muere y lo muerto nace a la vida; lo sagrado se profana y lo profano se consagra; lo bueno hace el mal y lo malo se hace bueno. Esto no le llama la atención al que está metido en el sueño que llaman vida.
-¿Por qué tenía que llamarle la atención que las cosas cambien? –dije.
-Tenía que llamarnos la atención que lo mismo, exactamente lo mismo, se haga justo lo contrario, sin dejar de ser exactamente el mismo e incluso por eso mismo.
-¿Quieres decir que la misma cosa, yo por ejemplo, permanece a través de los cambios? –le pregunté yo.
-No sólo eso –contestó-: es que es la misma gracias a que cambia, como un medicamento, que si no lo agitas se descompone. Y es diferente gracias a que es la misma, como el camino hacia arriba es el mismo que el camino hacia abajo. La normalidad idiota es la que distingue y se queda con sólo una parte. Si esto es blanco, no es negro, si es bueno, no es malo. La normalidad idiota querría eliminar lo negro y quedarse sólo con lo blanco, eliminar lo malo y quedarse con lo bueno… No ven que la guerra es la madre de todo, y que si eliminas uno eliminas el contrario. Sin mortales, no hay dioses, sin dioses no hay mortales.
-Sin invierno no hay primavera, sin dolor no se aprecia la felicidad –dije.
-Es más –siguió él-, no ven que lo uno es lo otro a la vez, que lo más claro es justo lo más oscuro.
-Eso es mucho más difícil de comprender –dije yo.
-Sí, para nuestro entendimiento limitado –contestó-. No comprender eso nos hace mortales. Aunque hasta en las vidas de los más simples se experimenta esto que te digo (o, más bien, lo que dice la Razón por medio de mi boca): por ejemplo, cuando llegan a sentir que una felicidad desbordante no se distingue de la mayor tristeza; o que quien más te cuida es tu mayor tirano; o que lo más luminoso ciega, y la mayor oscuridad, brilla. Pero con su razón no llegan a ver que lo Uno es lo mismo que lo Otro, que el Ser es lo mismo que la Nada, que lo más grande, lo absolutamente grande o infinito, es lo mismo que lo infinitamente pequeño… precisamente porque son contrarios. La sabiduría única dice que cuanto más contrarias son dos cosas más se acercan a ser la misma, y lo totalmente contrario es absolutamente lo mismo. Por eso la mayor sabiduría es la mayor locura, mientras que los ignorantes corrientes son los cuerdos.
-Al sentido común le cuesta seguir a esa Razón común de la que hablas –dije yo.
-Si no abandonas el sentido común –me contestó-, si no ves la idiotez de la normalidad, no puedes entender esto. Si conservas la cordura, la perderás; si la abandonas, la conseguirás. –Hizo un pequeño silencio, y luego siguió-: ¿Ves estas tabas? Los adultos lo llaman un juego. Saben lo que es un juego y lo que va en serio. Lo que ellos hacen es lo real: su política y sus guerras, sus negocios y sus pérdidas, sus hijos y su enemigos, sus esposas o esposos y sus ponerse los cuernos… todo eso es realmente serio, creen ellos. En verdad, es tan juego como las tabas. Es un ridículo juego. No comprenden que tomarse las cosas en serio es estar metido en un juego, y tomarse las cosas como un juego es lo único serio. El dios comprende todo en uno, y ve que guerra y paz son lo mismo. Pero nosotros somos como monos comparados con el dios. Nosotros ponemos nombres a las cosas, y lo que es esto no puede ser aquello. El dios, en cambio, tiene y no tiene nombre.
-¿Qué nombre tiene? –dije yo.
-Los griegos –me contestó- le llaman Zeus, o sea, luz, que es lo más grande. Pero con eso lo separan de la oscuridad. En cambio, el dios no está separado de nada, para el ser Absoluto nada es malo o despreciable. Por eso no puede ponérsele ningún nombre, ni adorársele de ninguna manera. Quiere y no quiere llamarse Zeus.
-¿Nunca podremos comprender eso, entonces? –le pregunté.
-Precisamente ahora lo comprendes –contestó-. Lo comprendes no comprendiéndolo, y no lo comprendes al intentar comprenderlo.
-Viejo Heráclito –le dije, entonces-, tú llevas años pensando en todo eso, y tu gran inteligencia te ha permitido llegar tan lejos que te sientes un extranjero entre los hombres. ¿Qué les dirías, si te pidiesen que les resumieses todo tu saber?
-Los hombres –dijo- dicen buscar el sentido de la vida, la solución al misterio de la muerte. Es verdad que muy a menudo se olvidan de eso, y se dedican a sobrevivir y reproducirse, generación tras generación. Pero el sentido de las cosas está ahí mismo, en cada uno de ellos. Lo encontrarán cuando vean que el sentido es lo mismo que el sinsentido; lo solucionarán cuando vean la vida como muerte y la muerte como vida.
-¿Cómo puede verse a la muerte como vida? –dije yo- ¿Crees que merece la pena decirles algo tan desesperanzador?
-Sólo es desesperanzador para el que no sabe qué es vivir –me contestó-. En lo que llaman vida no hay más que un continuo morir, instante a instante, para repetirse su nada. En la muerte alcanzamos la indistinción, y nos convertimos otra vez en el Zeus y Fuego y Razón única. Ya no distinguimos vida de muerte, felicidad de tristeza: despertamos. Pero los hombres quieren aferrarse a su sueño, y no quieren despertar, aunque en el sueño sufren continuamente. Aprende de esto, del juego. El reino es de un niño.

Esa fue mi primera conversación con el oscuro Heráclito, como le llaman los más, los “idiotas”, según los llama, cariñosamente, el viejo. Después he subido varias veces hasta su choza. Con el tiempo, he aprendido todos los secretos de las tabas, y se jugar sin pensar, y entonces lo comprendo todo. O eso me parece.

¿Qué piensas tú de un pensamiento como éste? ¿Sabiduría y locura son lo mismo? ¿Los contrarios son idénticos?

Ver también esta otra entrada sobre Heráclito

martes, 16 de septiembre de 2014

Zenón de Elea la razón te lía (primera entrega)


Zenón, discípulo, amigo y, al parecer, amante en su juventud de Parménides, elucubró unos razonamientos muy "simples" para demostrar que es absurdo que haya muchas cosas y que exista el movimiento. Se me ocurrió recrearlos en forma de diálogo. Aquí tenéis la primera parte.

(Diálogo entre Zenón de Elea y un paisano suyo)

Paisano de Elea.- Oye, Zenón, ¿te pillo bien?

Zenón.- Sí, estoy sentado y no tengo escapatoria.

P.- Dime, por favor, algunos de esos tan inteligentes razonamientos un poco absurdos tuyos.

Z.- Vale, pero no son tan inteligentes ni un poco absurdos, son sólo absolutamente absurdos, o sea, totalmente inteligentes.

P.- Bueno, pues uno de esos.

Z.- Te preguntaré dos cosas, ¿te parece bien? ¿O te parecen muchas?

P.- No, dos no son muchas.

Z.- Está bien. Pues dime, la primera, cuántas cosas crees que hay en realidad. Y después, dime cuánto es de grande cada cosa.

P.- ¿Cuántas cosas hay? Muchas. Ya en mi salón creo que hay demasiadas, no te digo nada si hablamos de Elea entera o de toda Grecia. Muchas.

Z.- O sea, que no crees que haya ni una sola ni ninguna.

P.- Claro que no. Tú mismo me has preguntado ya dos cosas.

Z.- Muy bien dicho. Entonces, dime: esas muchas cosas que existen según tú ¿son en número infinito o finito? Quiero decir, ¿se podría alguna vez acabar de contarlas, o no?

P.- Ahí ya me pones en un apuro.

Z.- ¿No te parece que tienen que ser cuantas son, ni más ni menos?

P.- Claro.

Z.- Y eso tiene que ser una cantidad determinada, ¿no? Aunque ni tú ni yo podamos contarlas, tienen que ser una cantidad fija, no pueden ser una cantidad indefinida...

P.- Sí, parece sensato.

Z.- Pues piensa ahora lo siguiente. Supongamos que haya tres cosas, para abreviar.

P.- Por ejemplo, yo y mis dos perros.

Z.- Por ejemplo. Entonces te pregunto. ¿no habrá otra cosa que será tu cabeza? ¿Y los hocicos de tus
perros, y, en fin, todas las partes de esas tres cosas?

P.- ¿Y las partes de cosas son cosas?

Z.- Dímelo tú.

P.- Yo creo que sí, la verdad.

Z.- ¿Y las partes de las partes, son cosas o no?

P.- Sí, claro, por la misma regla.

Z.- Así que parece que habrá una infinidad de cosas.

P.- Salvo que haya cosas, Zenón, que no tengan partes más pequeñas que ellas mismas.

Z.- Muy bien. Y ¿crees que podrías contar una cosa que no se pudiera partir?

P.- ¿Por qué no?

Z.- Porque una cosa que no se puede partir, creo yo, no ocupa nada ni es nada.

P.- Puede ser.

Z.- Piénsalo además de otra manera. Si hay tres cosas, hay siete, ¿no?

P.- ¿¡Cómo!?

Z.- Supón que haya estas tres, a, b y c. Entonces hay también la combinación de a y b, llamémosla, ab, y la de a y c, o sea, ac, y bc, y abc.

P.- Bueno, pero eso son otro tipo de cosas.

Z.- Ya, pero cuando yo te he preguntado por la cantidad de cosas que crees que hay, no te he pedido que distingas en tipos. Todos los tipos valen si hablamos de cantidad de cosas.

P.- Vale, hay siete.

Z.- ¿Siete? ¿Es que no sabes contar? ¿O no piensas contar a la combinación de a y ab, o sea, a(ab), y las demás combinaciones de las siete cosas?

P.- Ya veo a dónde vas. Entonces nunca podremos parar así tampoco.

Z.- Así es. Creo que en el siglo XIX después de cierto Mesías vivirá un matemático alemán que demostrará de esa forma que nunca puede darse un conjunto que lo contenga todo, porque siempre el conjunto de todos los conjuntos que puedes hacer con los elementos de un conjunto dado, A digamos, es mayor que el propio A.

P.- Entonces ¿las cosas que hay son en número infinito?

Z.- Si tú puedes digerir eso…

P.- ¿Qué problema le ves, Zenón?

Z.- Hombre, dicen que la mitad de infinito es tan grande como infinito. La milmillonésima parte de infinito es igual de grande que el infinito…

P.- Todos los infinitos son iguales, claro.

Z.- Bueno, según ese matemático del que te he hablado, un tal Jorge Cantor, no es así, sino que hay unos infinitos más grandes que otros. Por ejemplo, el infinito de los números que resultan de una división sin resultado exacto, los Reales, como los llaman los matemáticos, tiene por lo menos un número que no está en la fila de los que llaman números naturales. Pero creo que con el infinito más pequeño tenemos ya bastante para inventar esos razonamientos absurdos inteligentes que vienes buscando.

P.- Tienes razón.

Z.- A mí el infinito no me parece una cantidad. No hay manera de partirlo en cachos más pequeños. Si te pones a caminar hacia el infinito, por mucho que andes estarás siempre a la misma distancia. Así que…

P.- ¡Menudo lío!

Z.- A eso venías, ¿no? ¿Estás ya satisfecho? Resumiendo, parece a la vez que, si hay muchas cosas, como dices tú (y aunque sean pocas), deben ser una cantidad finita e infinita, pero las dos opciones parecen absurdas.

P.- ¿Entonces, tú que piensas?

Z.- Puede que no hay ninguna, o que haya una sola cosa.

P.- ¿Eso te parece más lógico?

Z.- Que no haya ninguna, no me lo parece, la verdad.

P.- Claro, ya estás tú mismo, que eres una cosa, para desmentirlo.

Z.- No por eso, Calias. No me gusta razonar así.

P.- ¿Por qué?

Z.- Porque eso no es un razonamiento, sino un hecho, que estamos viendo. Y lo que nos estamos preguntando es si es lógico, no si nos parece que lo experimentamos, ¿entiendes?

P.- Creo que sí. ¿Entonces, que crees que es lógico?

Z.- Ninguna, no me parece. Porque, si hubiese ninguna, ya habría una, la nada o conjunto vacío.

P.- Pero el conjunto vacío no existe.

Z.- Pues para no existir está muy ocupado. ¿No sabes que estamos metiendo cosas en él continuamente? ¡Todo lo que no cabe en ningún otro! Fíjate, incluso, en que un lógico más o menos contemporáneo del matemático que te mencioné, definirá los números diciendo que el Uno es el conjunto que tiene como elemento al conjunto vacío, el Dos el que tiene como elementos al Uno y, por tanto, al Vacío, y así.

P.- Entonces ¿crees que hay una sola cosa?

Z.- Eso decía siempre mi maestro, el sapientísimo Parménides. Pero esa es una verdad, como también él decía, incomprensible para nosotros, los mortales. Sólo la diosa puede comprender que todo es uno y lo mismo, y que las diferencias son aparentes, porque en verdad el no-ser es nada, nada de nada, y sin el no-ser no podemos distinguir ni siquiera dos seres.

P.- Y ¿cómo dices que no podemos comprender lo que dice Parménides? A mí me acaba de parecer que lo he entendido, aunque me parece tan increíble que, como no me invites a un trago de esa buena cerveza que tienes en tu bodega…

Z.- Pues, aunque es muy lógico, también tiene su lado absurdo. Fíjate. Basta con que intente decirlo o pensarlo, que todo es uno, basta que lo diga o piense, te digo, para que me contradiga, porque la frase “todos es uno” (o “es uno”, si quieres acortarla) ya es más de uno, ya tiene por lo menos dos cosas, el ‘es’, y el ‘uno’. ¿Te das cuenta?

P.- Me doy.

Z.- Así que las cosas son muchas, infinitas, finitas, una y ninguna, y, a la vez, no son ni una ni muchas ni ninguna ni infinitas. ¿Me quieres decir ahora cuánto mide cada una?

P.- Eso lo dejamos para mañana, si no te parece mal. Por hoy, ya tengo bastante con una: al fin y al cabo, es como si me llevara infinitas ideas, o más bien ninguna, porque me has dejado la inteligencia más pelada que la cabeza de un etíope.

Z.- De acuerdo, mañana lo hablaremos. Ahora tómate conmigo una de esas cervezas que dices que tengo.

Ver también esta otra entrada sobre Parménides y esta entrada sobre Zenón de Elea

lunes, 15 de septiembre de 2014

Que es que es, y no es que no sea (dijo Parménides de Elea)


¿Quién, que se llame estudiante de filosofía, puede pasar sin oír hablar del ser y el no-ser, y de si esto es un sueño o no? Hasta que llegó Parménides los filósofos, para hablar de todo, de toda la realidad, usaban el término Fisis (Physis), que podríamos traducir por “naturaleza de las cosas”. Parménides fue el primero (que sepamos) que se fijó en el Ser como asunto principal del pensamiento filosófico.


Soy esto y soy lo otro: soy profesor o alumno, chica o chico, chistosa o seria... Me preocupa seguir siendo esto, dejar de ser aquello, convertirme en eso otro... Siempre nos ocupamos y preocupamos de y por lo que somos y son las cosas, pero casi nunca nos ocupa el simple hecho de que somos y son: no nos paramos a pensar en el ser, en el ser sin más (ni menos). Es normal: se da por descontado. Todas las cosas son, así que ¿qué diferencia introduce entre ellas el hecho de que “sean”? Siempre estamos ocupados con lo que introduce alguna diferencia, lo que es “relevante”, lo que sobresale, por encima o por debajo. Que las cosas sean, que yo sea, que tú seas, que haya ser… es algo completamente irrelevante, no genera relieve.

Sin embargo, para el filósofo (ese personaje que, según decía no sé quien, se especializa en el Todo) es de la máxima relevancia justo el hecho de que algo no establezca diferencias y sea igual para todos. El ser no se niega a nada, se “da” a toda cosa, y esto le hace completamente diferente a cualquier otra propiedad. En cierto sentido básico, el ser es el mismo para todas las cosas, no discrimina; las demás propiedades, en cambio, son propiedad de algunos y les falta a otros.

Ahora bien, si el ser no introduce diferencias entre los seres, entonces, ¿qué introduce diferencias entre ellos, qué los discrimina, qué pone a unos en el lado de la luz y a otros en el de la oscuridad, o en una mezcla mejor o peor de ambas? No pueden diferenciarse en que son, desde luego: la misma cualidad no puede hacer diferentes a dos seres. Si todas las cosas se volviesen de un solo color, blanco por ejemplo, la vista no las distinguiría: todas serían, para ella, una sola. Claro que, en ese caso, todavía conservaríamos el oído o el tacto para saber que yo soy uno y tú eres otro distinto. Como el sonido no es ningún color, o sea, no pertenece en absoluto al campo del color, puede distinguir a las cosas que no se distinguen por el color. Pero el ser no es como el Color, sino que lo encierra o contiene todo.

Si lo seres no se distinguen en que son, quizás se distinguirán, entonces, por otra u otras cualidades totalmente distintas a la de ser, y estas cualidades serán las que importen, las útiles, las relevantes. Pero ¿qué cosa o cualidad hay que sea distinta y totalmente exterior al ser?, ¿qué hay fuera del campo del ser? Fuera del ser solo está, si acaso, el no-ser, la nada, lo que no es. Solo el no-ser puede conseguir que Tú, que estás ahí enfrente, y Yo, que estoy aquí-mismo, seamos diferentes, que tú no-seas yo y yo no-sea tú.

Ahora bien, ¿puede haber lo-que-no-es? ¿Cómo pensarlo? Cuando pensamos algo, el pensamiento tiene que agarrarse a alguna característica, y es precisamente esa característica la que el pensamiento tiene que reflejar exactamente para que sea un pensamiento correcto y verdadero. Sin embargo, lo-que-no-es solo tiene la característica de no-tener-características. ¿Es eso una característica? Pensar el no-ser es, más bien, pensar en lo que no es; es decir, es no pensar algo que es; o sea, pensar en nada; algo tan absurdo e imposible como ver la oscuridad. El no-ser no puede ser (algo). Si lo fuera, además, le pasaría lo que a los demás seres: sería igual a todos los demás en el ser, y seguiríamos en el mismo problema de cómo diferenciarlos. Si somos todos lo mismo en el ser, ¿qué puede hacer realmente el no-ser, exista o no, para distinguirnos y separarnos?

¿Y si, en verdad, visto con profundidad, por debajo de los relieves o adornos, más allá de las apariencias (que se dice que engañan), no somos diferentes, tú y yo, y las otras cosas, sino que somos… todas lo mismo? Si pudiéramos mirar las cosas con total profundidad, con el ojo de la inteligencia pura (el ojo de la diosa Verdad) no veríamos ninguna sombra que distinguiera una cosa blanca de otra, no entenderíamos ninguna limitación que haga que tú seas tú y yo sea yo. La sombra que distingue a los cuerpos, el no-ser que distingue a las cosas, es solo cuestión de perspectiva, de no estar en la perspectiva total y absoluta, es cosa de tener la vista corta: una ilusión “óptica” (como ver las cosas más pequeñas porque están más lejos).
  
Por supuesto, los mortales no sabemos mirar así, ver lo uno de todo. Como mucho, podemos figurarnos que una diosa vea así las cosas (o la cosa, mejor dicho), y podemos creer que nuestra labor en la vida es “despertar” a ese pensamiento en que todas las diferencias, sombras y no-seres quedan abolidos, convertidos en humo, y solo queda el ser único bien redondo.

Al menos, esto es lo que parece creer Parménides, como otros sabios de otras culturas, según dice su poema, en el que relata lo que dice que le dijo la Diosa durante un “viaje” o transporte místico:

Venga, yo te diré (y tú guarda el relato que me oigas)
qué dos únicas vías de búsqueda hay concebibles. 
La una, la de que es, y que no es que no sea, 
esta es digna de fe y confianza (pues le acompaña la verdad); 
la otra, que no es y que es necesario que no-sea, 
esta está, te lo advierto, del todo desencaminada, 
ya que ni podrías conocer el no-ser (porque nunca se le alcanza) 
ni pensarlo.

Pues lo mismo es el pensar y el ser.
(Parménides, Fragmentos 3 y 4 –traducción mía-)

Del No-ser no sale el Ser, el No-ser no sale del Ser.
El límite de ambos es visto por los que contemplan la verdad.
Sabe que es indestructible Aquello de que este Todo está penetrado.
La destrucción de esta cosa imperecedera nadie es capaz de causarla.
 (Bhagavadgita, II, 16-17 -traducción de F. Rodríguez Adrados-)

 

Asistamos ahora a una ficticia conversación entre el viejo Parménides y el viejo Giorgios, en pleno parque de Elea, soleada villa de la costa italiana, en el siglo VI a. c.

Parménides.- Veamos, amigo: lo que es, es, y lo que no es, no es, ¿no estás de acuerdo?
 

Giorgios.- ¡Para, para, no te lances, espera que lo piense! ¿A ver? Sí, lo que es, es, lo que no es, no es. Ya lo decía mi abuela.
 

Parménides.- A ver si decía esto también: pensamos lo que es.
 

Giorgios.- ¿Lo que es qué?
 

Parménides.- Lo que es ser. Si pensamos lo que no es, pensamos en nada. Y si pensamos en nada, no estamos pensando, aunque lo parezca.
 

Giorgios.- Si me tengo que parar a discutírtelo estamos aquí hasta mañana. Pero ¿a dónde quieres ir a parar?
 

Parménides.- A lo siguiente, ¿cuántos seres hay, en realidad?
 

Giorgios.- Yo no los he contado, tengo muchas cosas que hacer.
 

Parménides.- Pues no te hace falta, porque ya te digo yo que hay sólo uno, el Ser.
 

Giorgios.- Me informas de algo en extremo novedoso, que no sé si va a creerlo mi familia.
 

Parménides.- Si razonan, lo creerán. Diles: supongamos, por simplificar, que hubiese sólo dos, dos seres o cosas. ¿En qué se diferenciarían?
 

Giorgios.- Depende de qué cosas sean, ¿dos habichuelas o dos perros de Esparta?
 

Parménides.- Serán, antes que nada, dos seres, dos cosas ¿no es así? Pero claro, en el ser no se diferencian. Y si no se diferencian en ser, se tienen que diferenciar en el no-ser. Uno no-es el otro, el otro no-es el uno ¿lo ves?
 

Giorgios.- Sigo sin ver tus ocultas intenciones.
 

Parménides.- Nada de ocultas, sino más claras que el agua de esa fuente. Hemos dicho que el no-ser no es ¿no? Entonces ¿cómo vamos a distinguir a las cosas mediante el no-ser? Pero tampoco se distinguen por el ser, porque todas son seres por igual. Así que no se distinguen en realidad.
 

Giorgios.- Lo veo y no lo veo.
 

Parménides.- Te pondré un ejemplo.
 

Giorgios.- Te lo agradezco dos veces.
 

Parménides.- Imagínate que todas las cosas fueran blancas. ¿Podrías distinguirlas?
 

Giorgios.- Por el tacto, o poniendo el oído.

Parménides.- Eso es, compañero. Pero fíjate que fuera del ser no hay nada, mientras que sí lo hay fuera del color. Así que no puedes distinguir las cosas por algo que haya fuera del ser, ni, desde luego, por el ser mismo. Luego llegamos a la conclusión de que Todo es Uno, aunque los mortales, que estamos más bien soñando, creemos que hay muchas cosas y que se mueven.
 

Giorgios.- [tras un breve silencio, pensando] Oye, Parménides, y esto… ¿para qué te sirve?
 

Parménides.- ¿Que para qué? Te acabas de ganar otro razonamiento. Cuando queremos algo o a alguien lo queremos por lo que es, él mismo ¿no?
 

Giorgios.- Claro, eso lo decía mi abuela también.
 

Parménides.- Pero cuando quieres algo para algo, o sea, por su utilidad, no lo quieres por sí mismo, sino por lo que puedes conseguir mediante él. Te pongo, por ejemplo, tu martillo, que sólo te acuerdas de él cuando tienes un clavo que clavar.
 

Giorgios.- Bueno, ahí te equivocas, que yo a mi martillo le tengo mucho cariño: era de mi abuela.
 

Parménides.- Me parece estupendo. Pues ya ves, cuando quieres verdaderamente a algo, no lo quieres para nada, sino para él mismo. ¿Estamos de acuerdo?
 

Giorgios.- No hay quien te calle, eso sí que es cierto. Pero pareces buena persona. Teófilo, mi cuñado, dice que eres un loco inofensivo.
¿En qué te parece que falla (si es que falla) este buen hombre? ¿Te parece que alguien puede intentar, sensatamente, defender que Todo es Uno?