-No des a la enseñanza una forma que les obligue a aprender por la fuerza.
-¿Por qué?
-Porque no hay ninguna disciplina que deba aprender el hombre libre por medio de la esclavitud. El alma no conserva ningún conocimiento que haya entrado en ella por la fuerza.
-Cierto.
-No emplees, pues, la fuerza, mi buen amigo, para instruir a los niños; que se eduquen jugando, y así podrás también conocer mejor para qué está dotado cada uno de ellos.
(Platón)

lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Pensar antes de actuar? Platón I

"Antes, cuando yo era joven, sentí lo mismo que les pasa a otros muchos: tenía la idea de dedicarme a la política tan pronto como fuera dueño de mis actos. Entonces se produjo una revolución; al frente de este cambio político se establecieron como jefes cincuenta y un hombres. Ocurría que algunos de ellos eran parientes míos y me invitaron a colaborar en trabajos que, según ellos, me interesaban. Lo que me ocurrió no es de extrañar, dada mi juventud: yo creí que iba a gobernar la ciudad sacándola de un régimen injusto para llevarla a un sistema justo, de modo que puse una enorme atención en ver lo que podía conseguir. En realidad, lo que vi es que en poco tiempo hicieron parecer de oro al antiguo régimen; entre otras cosas enviaron a mi querido y viejo amigo Sócrates, de quien no pondría ningún reparo en afirmar que fue el hombre más justo de su época, para que, acompañado de otras personas, detuviera a un ciudadano y lo condujera violentamente a la ejecución. Pero Sócrates no obedeció y se arriesgó a toda clase de peligros antes que colaborar en sus iniquidades. Viendo, pues, todas estas cosas, me indigné y me abstuve de las vergüenzas de aquella época.

Poco tiempo después cayó el régimen de los Treinta, y otra vez me arrastró el deseo de dedicarme a la política. Pero la casualidad quiso que algunos de los que ocupaban el poder hicieran comparecer ante el tribunal a nuestro amigo Sócrates y presentaran ante él la acusación más inicua y más inmerecida. Al observar yo todas estas cosas, cuanto más atentamente lo observaba más difícil me parecía administrar bien los asuntos públicos. Entonces me vi obligado a reconocer, en alabanza de la filosofía verdadera, que sólo a partir de ella es posible distinguir lo que es justo, tanto en la vida pública como en la privada"
. [Platón. Carta vii. Extractos]


¿Creéis que es sensato quedarse sentado hasta saber qué es lo Justo, antes de tomar ningún partido contra las injusticias?
¿Cuántos políticos se habrán preguntado a fondo qué es la Justicia? ¿Se llega así a la política?

martes, 23 de septiembre de 2014

La sabiduría de la ignorancia: Sócrates

¿A dónde puede ir uno si quiere hacerse sabio? (Pero sabio, no en ordenadores o en zapatillas, sino sabio en… la vida, digamos). Si uno quería hacerse sabio en la Atenas de Sócrates podía encaminarse a la escuela de algún sofista (bueno, necesita dinero también).

Pero a Sócrates no le dejaba satisfecho lo que esos sabios querían o podían enseñarle... (además, no andaba muy bien de fondos para costearse el curso avanzado) ¿Por qué?
¿Qué te enseñaban estos grandes hombres? La mayor de las habilidades, aseguraban, la que las usa a las demás, y la que te puede hacer más poderoso: la de convencer.

Para explicarle el gran poder de la retórica a Sócrates, Gorgias le cuenta cómo muchas veces él, que no sabe ni jota de medicina, acompaña a su hermano, que es un gran médico, y sólo él, Gorgias, con su saber hablar, convence al enfermo de que se tome la medicina o se deje amputar. Y lo mismo podría decirse de la política (¿habría llegado Hitler tan lejos si no hubiesen tenido ese poder de atracción?) o de cualquier otro asunto.

Pero ¿cómo puede ser, preguntaba entonces Sócrates, que convenza más alguien que no sabe de un asunto que el que sí sabe? ¿Por qué la simple y desnuda verdad no convence a algunos? ¿A quienes convence más la apariencia que la verdad?

A ver, ¿haría falta Gorgias en un congreso de medicina para convencer a los médicos de un nuevo descubrimiento? ¿O en un congreso de herreros, o de matemáticos? No, porque estos no se dejarán convencer por la retórica (bueno, aquí hay mucho que decir, pero digamos que, en la medida en que sean médicos, herreros, matemáticos… se fiarán sólo de argumentos veraces). Entonces... es sólo a los ignorantes a los que convence la retórica.

De todas formas, sería muy útil esa técnica allí donde nadie es más sabio que los demás, por ejemplo, en una junta de vecinos. O... en una campaña electoral.

Aquí viene la segunda pega de Sócrates. ¿Es útil tener ese poder? ¿Útil para qué? Por supuesto, para conseguir nuestros fines. Pero ¿cuáles? ¿Sabemos cuáles son esos?

No, para eso necesitaríamos antes saber qué es un ser humano y qué nos conviene.

¿Qué es el hombre? (según Kant esta es la pregunta que encierra a todas las preguntas filosóficas):






Conócete a ti mismo (gnothi seauton, en griego), decía la inscripción del templo de Apolo en Delfos, y Sócrates lo consideró siempre el primer (y quizás último) mandamiento.

Pero en la búsqueda de uno mismo la retórica no sirve para nada. Sería engañarse a sí mismo.

Y ¿sabe el sofista qué es lo bueno?

Los sofistas solían contestar a Sócrates una de dos:
  • o que todo el mundo lo sabe
  • o que nadie lo sabe, porque si no hay una verdades absolutas, menos aún las hay en el tema de lo bueno y malo.

Pero, creía Sócrates que es evidente que no todo el mundo lo sabe ni cree saberlo, porque ni siquiera están de acuerdo. ¿Será, entonces, que no hay nada en sí bueno o malo, sino lo que uno decida o prefiera?

Lo bueno es lo que quiere cada uno, y quien más poder tiene impone sus gustos (pensaba un sofista, llamado Trasímaco). Pero, objeta Sócrates ¿y si el poderoso es ignorante, y manda algo que le perjudica?

Supongamos que unos extraterrestres te hacen el mejor regalo: una máquina con la que puedes controlar a todas las personas. Puedes destruir o dañar a quien no te obedezca, y nadie te la puede arrebatar, porque detecta a los intrusos y los daña. ¿Esa máquina te acercaría más a la felicidad?


Sócrates, en cambio, confesaba abiertamente que no sabía realmente nada, porque no sabía quién era y qué le convenía. Lo que sí sabía es que no lo sabía, y que debía dedicar todo el tiempo que pudiese a saber eso antes que nada, si no quería vivir (como, por desgracia, le pasa a la mayoría) siguiendo ciegamente el camino trazado.

Así lo cuenta él en su defensa ante el jurado (según la versión de Platón):

De mi sabiduría, si hay alguna y cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que está en Delfos. Pues bien, una vez mi amigo Querefonte fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir el oráculo. Más tarde, a regañadientes, me puse a investigarlo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios. Ahora bien, al examinarle, me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio, y especialmente lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que el creía ser sabio, pero que no lo era. Así me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Después de esto iba yo uno tras otro y, ¡por el perro!, me pareció que los de mayor reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios. A causa de esta investigación, atenienses, me he creado muchas enemistades, y han surgido muchas tergiversaciones y el renombre de que soy sabio. Es probable que el dios sea en realidad sabio y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que habla de Sócrates como si dijera: ”es el más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce, como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a la sabiduría. [Platón. Apología de Sócrates. 20e y ss. Extractos]

O sea, los que no saben, y ni siquiera saben que no saben, enseñan (y cobran sus enseñanzas, sus discursos llenos de afirmaciones contundentes). Quien sabe que no sabe y busca el saber, no adoctrina, sino que dialoga, y nunca cobra nada por sus palabras. ¿Te suena este fenómeno?

Más curioso aún: los que no saben ni siquiera su ignorancia de lo que es valioso, sostienen que no hay nada que averiguar sobre lo que es bueno (o lo saben ya todos o nunca lo podrá saber nadie); sin embargo, quien sabe que no sabe, cree que se podría llegar a saber qué es lo bueno.

¿Sabe la gente lo que es bueno? ¿Quiénes lo saben?
¿Qué relación tiene esta cuestión con la de la utilidad?

lunes, 22 de septiembre de 2014

La utilidad de lo verosímil: los sofistas

Discurso (ficticio, pero real) de inauguración del máster de Educación para Ciudadanos. Impartido por el reputado intelectual, Protágoras de Abdera.


Queridos ciudadanos de Atenas,
cuantos os habéis inscrito en este curso, haciendo un esfuerzo económico que podíais haber destinado a cosas más usuales y aparentemente prácticas, queréis, es de suponer, aprender algo de este presunto sabio que soy yo, y confiáis en que tenga algo muy importante que aportaros. Muy bien. Y ¿qué es lo andáis buscando? ¿Qué puede aportaros un humilde intelectual venido de lejanas tierras, un extranjero sin oficio, sin más oficio que la palabra?

Algunos, quizá, vengan con la sincera creencia de que van a encontrar aquí la Verdad, con mayúsculas, o al menos una parte de ella. Otros vendrán pensando que van a encontrar aquí algo útil, una profesión con la que sustentarse y sustentar a su familia el resto de sus días. Ambos aciertan, en parte, pero ambos se equivocan también.

Tal vez algunos crean que les voy a mostrar todo lo divino y humano, como se suele decir. Pues bien, ya os digo de antemano que de los dioses no diré ni una palabra, porque no tengo la capacidad suficiente para decir nada de ellos. Ni, a decir verdad, creo que la tenga nadie, por más que algunos presuman de saber mucho del asunto. En todo caso, otros os enseñarán esas cosas a quienes os interesen. Yo me limitaré a lo humano, que ya es mucho. Os hablaré de la verdad, tal como yo la entiendo. Y os enseñaré lo más útil para vuestras vidas. Pero, sobre todo, querría que, después de este curso, fueseis mejores ciudadanos de vuestra ciudad y del mundo, y personas más hábiles para conseguir su felicidad. Ahora bien, quienes vengan buscando a un filósofo que conoce la verdad absoluta de todas las cosas, pueden volver a la secretaría y pedir que le devuelvan el dinero. A esos no he logrado explicarles, mediante la publicidad que habéis encontrado por toda la ciudad, qué saber imparto yo.

Voy a empezar hablando de la Verdad, esa grandilocuente palabra. Puede que alguno de vosotros haya leído los libros de los sabios, de Tales el milesio, de Anaxágoras el de Clazómenas, pero que vive en esta ciudad desde hace tiempo, o del itálico Parménides, o de la secta de los pitagóricos, o del oscuro Heráclito, el efesio. Todos y cada uno de ellos tienen una verdad que ofrecernos, y su verdad es, si les creemos, la Verdad absoluta y última, el cómo son las cosas en sí mismas. Desgraciadamente, es difícil encontrar a dos de ellos que tengan la misma verdad absoluta. Sin embargo, todos son muy hábiles para demostrarnos que la suya es la verdad verdadera, y en ordenarnos que les sigamos.

Pues bien, yo, que también les he leído y estudiado, y me he devanado los sesos con sus libros difíciles, he llegado también a Mi verdad (quiero resaltar lo de ‘mi’). Os la voy a decir desde ahora mismo. Mi verdad, la verdad que he descubierto, escuchad, es… que no existe la verdad. No hay la Verdad absoluta, y es inútil buscarla. Hay tu verdad, tu verdad, la verdad de Anaximandro, la de Homero, la de las ranas. Pero no hay La Verdad, sola y única. Y si la hubiera, nosotros no podríamos conocerla. Es más, aunque alguno lograse conocerla, no podría contárnosla a los demás.

¿Por qué pienso así? Os lo contaré de manera muy sencilla. ¿Qué es eso de La Verdad? Los filósofos dicen que la Verdad es la Verdad en sí misma, independiente de cómo la crea yo o tú. Tú y yo no vemos más que apariencias, pero la Verdad en sí misma está más allá o detrás de las apariencias. Y yo me preguntaba: ¿cómo puedo escapar yo de las apariencias, y encontrar esa realidad real? Y por fin comprendí que eso es imposible. Yo jamás saldré de mí mismo. Uno no puede dejar de percibir lo que ve como lo ve, aquí y ahora. Lo que yo veo y creo, no puede ser falso para mí. Puede serlo para ti, pero eso es otro asunto. Si tú me convences de algo, es decir, si consigues que yo piense como tú, entonces habrás cambiado mi creencia acercándola a la tuya. Eso es todo: no estaremos ahora más cerca de la verdad. La verdad, sin relación contigo o conmigo, carece de sentido. ¿Comprendéis? El hombre es la medida de todo, de lo que existe y de lo que no.

Algunos, cuando me oyen decir esto (acaso a vosotros se os está ocurriendo lo mismo), me dicen: pero, Protágoras, los filósofos se toman la molestia de razonar lo que dicen. A esto contestaré dos cosas. Lo primero es que uno no puede razonarlo todo. Ciertas cosas las dará por supuestas. Hay gentes, por ejemplo, que creen que la manera de demostrar una cosa es sacrificando un gallo y mirando sus intestinos. Si un filósofo les dice que tienen que atenerse a su manera de argumentar, y dejarse de gallos, o de libros sagrados, y coger las palabras del filósofo, estará haciendo una descarada petición de principios.

Lo segundo que tengo que decirle a ese, es esto: resulta que los propios filósofos están continuamente contradiciéndose, no sólo unos a otros, sino cada uno a sí mismo. Unos dicen que todo es uno, pero ya al decirlo se están traicionando, porque sus propias palabras les desmientes. Otros dicen que todo viene del infinito, pero ese infinito lo expresan en palabras concretas y finitas. El inteligente Gorgias, el leontino, ha demostrado que, en realidad, nada es. Que ¿cómo? Pues así: si hubiese ser, dice, tendría que venir de algo o de la nada. De la nada, decimos que nada sale. Pero si el ser viniese de algo, sería de otro ser, o sea, que el ser viene del ser. Y eso es lo mismo que decir que no ha venido, sino que no tiene principio. Pero lo que no tiene principio, no existe. Así que nada es. Gorgias ha inventado este razonamiento de broma, claro…, y en serio.

Cuando decimos de una teoría que es verdadera, sólo estamos diciendo que yo la creo, que me gusta, que me siento irresistiblemente inclinado a afirmarla. Eso le pasa a cualquier creyente en algo. Ahora bien, los hay más o menos fanáticos. Muchos filósofos, lo digo como sinceramente me lo dicta mi corazón, son fanáticos, fanáticos de ciertas creencias, llamadas razonamientos, que creen que todo el mundo debería compartir.

Muy bien, me diréis, si como dices no hay ninguna verdad superior a otra, ¿qué tienes tú que enseñarnos? ¿Para qué te hemos dado nuestro dinero? Aquí pasamos a lo segundo y más importante (no vayáis todavía a pedir que os devuelvan el dinero de la matrícula). Claro que no todas las verdades son iguales. Claro que hay sabios e ignorantes. Pero ¿qué es lo que distingue a un sabio de un ignorante? No el que uno sepa la Verdad con mayúsculas y el otro no, porque cada uno tiene su punto de vista, verdadero para él. La diferencia es que unos puntos de vista son más útiles que otros para cubrir nuestras necesidades. Y esto es lo verdaderamente importante. Yo querría enseñaros, no la verdad, sino la creencia más conveniente y útil.

Ahora, ¿qué necesitamos para eso? Pues es muy sencillo, aunque es a la vez muy difícil de conseguir. Necesitamos los mejores medios para satisfacer nuestros deseos. Se dice pronto, ¿verdad?

Son dos cosas: primero, nuestros deseos. ¿Cuáles son nuestros deseos? Los filósofos dicen saber, por supuesto, qué tenemos que desear tú, y tú, y yo. Pero, desde luego, están equivocados. Ellos no pueden saber qué tienes que desear tú, porque eso es algo que, sencillamente, tienes que elegir tú. Igual que creen que hay una Verdad absoluta, ellos creen que existe lo Bueno en sí. Pero mirad lo que os digo: yo he viajado mucho. Y ¿sabéis qué he comprobado? He comprobado que en cada sitio la gente creía que lo bueno por naturaleza era lo que hacían y querían hacer ellos. Aunque para las personas de otros lugares se tratase de cosas absurdas. Unos pueblos comen carne, otros no quieren ni verla. Unos, cerdo; otros, ranas. Unos se afeitan la cabeza, otros se dejan melena. Unos creen que la homosexualidad es un pecado, otros creen que es sagrada; incluso sé de pueblos que comen carne humana. ¿Puede alguien decir que unas de esas cosas son buenas y otras malas? No puede. Lo bueno, para uno, es lo que uno aprueba, lo que quiere y desea. Aunque a otros les parezca horrible. En esto, pues, no puedo enseñaros mucho. Miraos a vosotros mismos y preguntaros: ¿qué me gusta a mí, verdaderamente? No qué dicen otros que tendría que gustarme. Así no serás nunca feliz.

Pero hay una segunda cosa, que son los medios para conseguir vuestros deseos. Si yo deseo una casa, necesito un terreno donde construirla. Si no la deseo, eso es completamente inútil para mí. Hay cosas útiles e inútiles, no buenas o malas. Son útiles las que me llevan a donde quiero. Inútiles, las demás.

Y ¿qué pintas tú en esto?, estará pensando alguien. Escuchad ahora bien. ¿Sabéis cuál es la herramienta más útil de todas? ¿No? Pues, para hablar en tono mítico (así, de paso, tengo algo que decir sobre lo divino) esa herramienta nos la dieron los dioses, para que nos pudiéramos proteger y defender de la naturaleza, para que la dominásemos a nuestro deseo. Esa herramienta se llama Palabra. La Palabra es lo más útil que hay. Hay una segunda herramienta, hermana de la palabra. Se llama Política. Quien sabe manejar estas dos herramientas, sabe todo lo que un mortal puede saber para hacer su vida mejor.

Eso es lo que os enseñaré: os enseñaré los secretos de la Palabra, y su hija la Política. Debéis manejar bien las palabras, para que digan lo que queremos que digan, lo que cada uno quiere decir con ellas. Las palabras tienen que significar lo que vosotros queráis, para hacer con ellas el mundo que deseáis.
Os enseñaré el secreto de la política. Vosotros tenéis mucho camino hecho, porque vivís en una democracia. La democracia es ese lugar donde nadie le dice a nadie qué es verdadero o bueno en sí mismo, ni cómo debe vivir. Cada uno decide su vida, y es tolerante con las vidas de los demás, aunque a él no le encanten. Y la democracia es, sobre todo, donde se usa la palabra, la palabra para convencer a los demás, para que vean las cosas como yo, y vivamos en paz entre semejantes.

A quienes esto les parezca poco, pueden ya pedir que se les devuelva el dinero de la matrícula, y pueden dirigirse a alguno de esos filósofos que ya conocéis. Yo mismo os puedo dar varias direcciones, porque las frecuenté en otros tiempos. Al resto de vosotros, bienvenidos. Si os quedáis, habré demostrado hoy mismo que, efectivamente, la palabra es el mejor instrumento. Pero comprometo otra demostración. Cuando terminéis este curso, sabréis usar la palabra de manera que nadie os convencerá de lo que no deseáis, y en cambio vosotros convenceréis a todos. Así que, os doy esta garantía: si, acabando este curso, uno de vosotros pierde el primer juicio al que se presente, le devolveré todo su dinero.

¿Qué os parece este discurso? ¿Pagaríais el curso -si tuviéseis dinero-?

Ver también  esta otra entrada sobre los sofistas

jueves, 18 de septiembre de 2014

Heráclito, la oscuridad luminosa

(Narración, ficticia y, por tanto, real)

Sin hacer caso de las gentes, que dicen que es un loco soberbio y huraño, un día subí hasta la cabaña del viejo Heráclito, el filósofo solitario que, según cuentan, se alimenta de raíces y dice cosas incomprensibles. Lo encontré jugando a las tabas con unos niños. La fama dice que sólo a los niños les tiene aprecio. Me detuve a unos pasos de ellos y, al notar mi presencia, el viejo dijo:
-¿Qué quieres? ¿Sabes el juego de las tabas?
-Sí –dije-, pero vengo a otra cosa.
-¿A qué vienes? –dijo, secamente.
-A conocer tu sabiduría –contesté.
-¿Sabiduría? –dijo, en tono irónico-. Si sabes jugar a las tabas ya eres señor de toda la sabiduría –hizo un silencio. Yo tampoco dije nada. Luego siguió:
-Vete, no tengo nada que enseñarte. En la ciudad hay muchos maestros, pueden enseñarte a ser un buen ciudadano, rico y respetado.
-Ya los conozco –dije yo-. Ahora quiero saber qué dices tú, al que ellos toman por loco.
-Hazles caso –dijo él-. Lo que tengo que decir no sirve para nada, y es absurdo, enemigo de la normalidad.
-Ya sé lo que dicen los normales –insistí yo-, quiero saber también lo absurdo.
-Piénsalo tú mismo, como he hecho yo: estudiarme a mí mismo –dijo en su tono seco.
-Creía –dije- que los que han pensado algo profundo aman a las personas, y están dispuestos a hablar con ellos si los ven deseosos de comprender. ¿Tu sabiduría te lleva a rechazar la amistad?
Entonces él se me quedó mirando, con una mezcla de curiosidad y cierta satisfacción, y con un tono más dulce, me dijo:
-¿Sabes digerir raíces?
-Dicen que son muy amargas –contesté.
-Y por eso mismo son lo más dulce –dijo él.
-Sí, querría ir a las raíces: son las que sujetan el árbol –dije.
-Porque están ocultas a la vista y no son aparentes –dijo.- Lo que yo pueda decirte es locura para los más, que sólo creen lo que se ve, e ignoran la luz oculta. Los más viven en sueños, son propiamente idiotas.
-¿Cuál es nuestra idiotez? –pregunté.
-La idiotez –contestó, mientras seguía jugando a las tabas con los niños- es vivir en un mundo propio, y no conocer el mundo común. Pero hay una única Razón, que lo gobierna todo y es todo. Ella es un fuego vivo, que todo lo crea y todo lo devora, y que huele a diferentes cosas según las hierbas que consume.
-¿Y cuál es esa Razón única? –le pregunté.
-Las gentes, encerradas en su sueño, creen que lo blanco es blanco y lo negro es negro; que lo vivo es vivo y lo muerto, muerto; que lo sagrado es sagrado y lo profano es profano; que lo bueno es lo bueno y lo malo es lo malo.
-Eso creen todos –asentí.
-Sin embargo –siguió-, lo blanco se oscurece y lo negro blanquea; lo vivo muere y lo muerto nace a la vida; lo sagrado se profana y lo profano se consagra; lo bueno hace el mal y lo malo se hace bueno. Esto no le llama la atención al que está metido en el sueño que llaman vida.
-¿Por qué tenía que llamarle la atención que las cosas cambien? –dije.
-Tenía que llamarnos la atención que lo mismo, exactamente lo mismo, se haga justo lo contrario, sin dejar de ser exactamente el mismo e incluso por eso mismo.
-¿Quieres decir que la misma cosa, yo por ejemplo, permanece a través de los cambios? –le pregunté yo.
-No sólo eso –contestó-: es que es la misma gracias a que cambia, como un medicamento, que si no lo agitas se descompone. Y es diferente gracias a que es la misma, como el camino hacia arriba es el mismo que el camino hacia abajo. La normalidad idiota es la que distingue y se queda con sólo una parte. Si esto es blanco, no es negro, si es bueno, no es malo. La normalidad idiota querría eliminar lo negro y quedarse sólo con lo blanco, eliminar lo malo y quedarse con lo bueno… No ven que la guerra es la madre de todo, y que si eliminas uno eliminas el contrario. Sin mortales, no hay dioses, sin dioses no hay mortales.
-Sin invierno no hay primavera, sin dolor no se aprecia la felicidad –dije.
-Es más –siguió él-, no ven que lo uno es lo otro a la vez, que lo más claro es justo lo más oscuro.
-Eso es mucho más difícil de comprender –dije yo.
-Sí, para nuestro entendimiento limitado –contestó-. No comprender eso nos hace mortales. Aunque hasta en las vidas de los más simples se experimenta esto que te digo (o, más bien, lo que dice la Razón por medio de mi boca): por ejemplo, cuando llegan a sentir que una felicidad desbordante no se distingue de la mayor tristeza; o que quien más te cuida es tu mayor tirano; o que lo más luminoso ciega, y la mayor oscuridad, brilla. Pero con su razón no llegan a ver que lo Uno es lo mismo que lo Otro, que el Ser es lo mismo que la Nada, que lo más grande, lo absolutamente grande o infinito, es lo mismo que lo infinitamente pequeño… precisamente porque son contrarios. La sabiduría única dice que cuanto más contrarias son dos cosas más se acercan a ser la misma, y lo totalmente contrario es absolutamente lo mismo. Por eso la mayor sabiduría es la mayor locura, mientras que los ignorantes corrientes son los cuerdos.
-Al sentido común le cuesta seguir a esa Razón común de la que hablas –dije yo.
-Si no abandonas el sentido común –me contestó-, si no ves la idiotez de la normalidad, no puedes entender esto. Si conservas la cordura, la perderás; si la abandonas, la conseguirás. –Hizo un pequeño silencio, y luego siguió-: ¿Ves estas tabas? Los adultos lo llaman un juego. Saben lo que es un juego y lo que va en serio. Lo que ellos hacen es lo real: su política y sus guerras, sus negocios y sus pérdidas, sus hijos y su enemigos, sus esposas o esposos y sus ponerse los cuernos… todo eso es realmente serio, creen ellos. En verdad, es tan juego como las tabas. Es un ridículo juego. No comprenden que tomarse las cosas en serio es estar metido en un juego, y tomarse las cosas como un juego es lo único serio. El dios comprende todo en uno, y ve que guerra y paz son lo mismo. Pero nosotros somos como monos comparados con el dios. Nosotros ponemos nombres a las cosas, y lo que es esto no puede ser aquello. El dios, en cambio, tiene y no tiene nombre.
-¿Qué nombre tiene? –dije yo.
-Los griegos –me contestó- le llaman Zeus, o sea, luz, que es lo más grande. Pero con eso lo separan de la oscuridad. En cambio, el dios no está separado de nada, para el ser Absoluto nada es malo o despreciable. Por eso no puede ponérsele ningún nombre, ni adorársele de ninguna manera. Quiere y no quiere llamarse Zeus.
-¿Nunca podremos comprender eso, entonces? –le pregunté.
-Precisamente ahora lo comprendes –contestó-. Lo comprendes no comprendiéndolo, y no lo comprendes al intentar comprenderlo.
-Viejo Heráclito –le dije, entonces-, tú llevas años pensando en todo eso, y tu gran inteligencia te ha permitido llegar tan lejos que te sientes un extranjero entre los hombres. ¿Qué les dirías, si te pidiesen que les resumieses todo tu saber?
-Los hombres –dijo- dicen buscar el sentido de la vida, la solución al misterio de la muerte. Es verdad que muy a menudo se olvidan de eso, y se dedican a sobrevivir y reproducirse, generación tras generación. Pero el sentido de las cosas está ahí mismo, en cada uno de ellos. Lo encontrarán cuando vean que el sentido es lo mismo que el sinsentido; lo solucionarán cuando vean la vida como muerte y la muerte como vida.
-¿Cómo puede verse a la muerte como vida? –dije yo- ¿Crees que merece la pena decirles algo tan desesperanzador?
-Sólo es desesperanzador para el que no sabe qué es vivir –me contestó-. En lo que llaman vida no hay más que un continuo morir, instante a instante, para repetirse su nada. En la muerte alcanzamos la indistinción, y nos convertimos otra vez en el Zeus y Fuego y Razón única. Ya no distinguimos vida de muerte, felicidad de tristeza: despertamos. Pero los hombres quieren aferrarse a su sueño, y no quieren despertar, aunque en el sueño sufren continuamente. Aprende de esto, del juego. El reino es de un niño.

Esa fue mi primera conversación con el oscuro Heráclito, como le llaman los más, los “idiotas”, según los llama, cariñosamente, el viejo. Después he subido varias veces hasta su choza. Con el tiempo, he aprendido todos los secretos de las tabas, y se jugar sin pensar, y entonces lo comprendo todo. O eso me parece.

¿Qué piensas tú de un pensamiento como éste? ¿Sabiduría y locura son lo mismo? ¿Los contrarios son idénticos?

Ver también esta otra entrada sobre Heráclito

martes, 16 de septiembre de 2014

Zenón de Elea la razón te lía (primera entrega)


Zenón, discípulo, amigo y, al parecer, amante en su juventud de Parménides, elucubró unos razonamientos muy "simples" para demostrar que es absurdo que haya muchas cosas y que exista el movimiento. Se me ocurrió recrearlos en forma de diálogo. Aquí tenéis la primera parte.

(Diálogo entre Zenón de Elea y un paisano suyo)

Paisano de Elea.- Oye, Zenón, ¿te pillo bien?

Zenón.- Sí, estoy sentado y no tengo escapatoria.

P.- Dime, por favor, algunos de esos tan inteligentes razonamientos un poco absurdos tuyos.

Z.- Vale, pero no son tan inteligentes ni un poco absurdos, son sólo absolutamente absurdos, o sea, totalmente inteligentes.

P.- Bueno, pues uno de esos.

Z.- Te preguntaré dos cosas, ¿te parece bien? ¿O te parecen muchas?

P.- No, dos no son muchas.

Z.- Está bien. Pues dime, la primera, cuántas cosas crees que hay en realidad. Y después, dime cuánto es de grande cada cosa.

P.- ¿Cuántas cosas hay? Muchas. Ya en mi salón creo que hay demasiadas, no te digo nada si hablamos de Elea entera o de toda Grecia. Muchas.

Z.- O sea, que no crees que haya ni una sola ni ninguna.

P.- Claro que no. Tú mismo me has preguntado ya dos cosas.

Z.- Muy bien dicho. Entonces, dime: esas muchas cosas que existen según tú ¿son en número infinito o finito? Quiero decir, ¿se podría alguna vez acabar de contarlas, o no?

P.- Ahí ya me pones en un apuro.

Z.- ¿No te parece que tienen que ser cuantas son, ni más ni menos?

P.- Claro.

Z.- Y eso tiene que ser una cantidad determinada, ¿no? Aunque ni tú ni yo podamos contarlas, tienen que ser una cantidad fija, no pueden ser una cantidad indefinida...

P.- Sí, parece sensato.

Z.- Pues piensa ahora lo siguiente. Supongamos que haya tres cosas, para abreviar.

P.- Por ejemplo, yo y mis dos perros.

Z.- Por ejemplo. Entonces te pregunto. ¿no habrá otra cosa que será tu cabeza? ¿Y los hocicos de tus
perros, y, en fin, todas las partes de esas tres cosas?

P.- ¿Y las partes de cosas son cosas?

Z.- Dímelo tú.

P.- Yo creo que sí, la verdad.

Z.- ¿Y las partes de las partes, son cosas o no?

P.- Sí, claro, por la misma regla.

Z.- Así que parece que habrá una infinidad de cosas.

P.- Salvo que haya cosas, Zenón, que no tengan partes más pequeñas que ellas mismas.

Z.- Muy bien. Y ¿crees que podrías contar una cosa que no se pudiera partir?

P.- ¿Por qué no?

Z.- Porque una cosa que no se puede partir, creo yo, no ocupa nada ni es nada.

P.- Puede ser.

Z.- Piénsalo además de otra manera. Si hay tres cosas, hay siete, ¿no?

P.- ¿¡Cómo!?

Z.- Supón que haya estas tres, a, b y c. Entonces hay también la combinación de a y b, llamémosla, ab, y la de a y c, o sea, ac, y bc, y abc.

P.- Bueno, pero eso son otro tipo de cosas.

Z.- Ya, pero cuando yo te he preguntado por la cantidad de cosas que crees que hay, no te he pedido que distingas en tipos. Todos los tipos valen si hablamos de cantidad de cosas.

P.- Vale, hay siete.

Z.- ¿Siete? ¿Es que no sabes contar? ¿O no piensas contar a la combinación de a y ab, o sea, a(ab), y las demás combinaciones de las siete cosas?

P.- Ya veo a dónde vas. Entonces nunca podremos parar así tampoco.

Z.- Así es. Creo que en el siglo XIX después de cierto Mesías vivirá un matemático alemán que demostrará de esa forma que nunca puede darse un conjunto que lo contenga todo, porque siempre el conjunto de todos los conjuntos que puedes hacer con los elementos de un conjunto dado, A digamos, es mayor que el propio A.

P.- Entonces ¿las cosas que hay son en número infinito?

Z.- Si tú puedes digerir eso…

P.- ¿Qué problema le ves, Zenón?

Z.- Hombre, dicen que la mitad de infinito es tan grande como infinito. La milmillonésima parte de infinito es igual de grande que el infinito…

P.- Todos los infinitos son iguales, claro.

Z.- Bueno, según ese matemático del que te he hablado, un tal Jorge Cantor, no es así, sino que hay unos infinitos más grandes que otros. Por ejemplo, el infinito de los números que resultan de una división sin resultado exacto, los Reales, como los llaman los matemáticos, tiene por lo menos un número que no está en la fila de los que llaman números naturales. Pero creo que con el infinito más pequeño tenemos ya bastante para inventar esos razonamientos absurdos inteligentes que vienes buscando.

P.- Tienes razón.

Z.- A mí el infinito no me parece una cantidad. No hay manera de partirlo en cachos más pequeños. Si te pones a caminar hacia el infinito, por mucho que andes estarás siempre a la misma distancia. Así que…

P.- ¡Menudo lío!

Z.- A eso venías, ¿no? ¿Estás ya satisfecho? Resumiendo, parece a la vez que, si hay muchas cosas, como dices tú (y aunque sean pocas), deben ser una cantidad finita e infinita, pero las dos opciones parecen absurdas.

P.- ¿Entonces, tú que piensas?

Z.- Puede que no hay ninguna, o que haya una sola cosa.

P.- ¿Eso te parece más lógico?

Z.- Que no haya ninguna, no me lo parece, la verdad.

P.- Claro, ya estás tú mismo, que eres una cosa, para desmentirlo.

Z.- No por eso, Calias. No me gusta razonar así.

P.- ¿Por qué?

Z.- Porque eso no es un razonamiento, sino un hecho, que estamos viendo. Y lo que nos estamos preguntando es si es lógico, no si nos parece que lo experimentamos, ¿entiendes?

P.- Creo que sí. ¿Entonces, que crees que es lógico?

Z.- Ninguna, no me parece. Porque, si hubiese ninguna, ya habría una, la nada o conjunto vacío.

P.- Pero el conjunto vacío no existe.

Z.- Pues para no existir está muy ocupado. ¿No sabes que estamos metiendo cosas en él continuamente? ¡Todo lo que no cabe en ningún otro! Fíjate, incluso, en que un lógico más o menos contemporáneo del matemático que te mencioné, definirá los números diciendo que el Uno es el conjunto que tiene como elemento al conjunto vacío, el Dos el que tiene como elementos al Uno y, por tanto, al Vacío, y así.

P.- Entonces ¿crees que hay una sola cosa?

Z.- Eso decía siempre mi maestro, el sapientísimo Parménides. Pero esa es una verdad, como también él decía, incomprensible para nosotros, los mortales. Sólo la diosa puede comprender que todo es uno y lo mismo, y que las diferencias son aparentes, porque en verdad el no-ser es nada, nada de nada, y sin el no-ser no podemos distinguir ni siquiera dos seres.

P.- Y ¿cómo dices que no podemos comprender lo que dice Parménides? A mí me acaba de parecer que lo he entendido, aunque me parece tan increíble que, como no me invites a un trago de esa buena cerveza que tienes en tu bodega…

Z.- Pues, aunque es muy lógico, también tiene su lado absurdo. Fíjate. Basta con que intente decirlo o pensarlo, que todo es uno, basta que lo diga o piense, te digo, para que me contradiga, porque la frase “todos es uno” (o “es uno”, si quieres acortarla) ya es más de uno, ya tiene por lo menos dos cosas, el ‘es’, y el ‘uno’. ¿Te das cuenta?

P.- Me doy.

Z.- Así que las cosas son muchas, infinitas, finitas, una y ninguna, y, a la vez, no son ni una ni muchas ni ninguna ni infinitas. ¿Me quieres decir ahora cuánto mide cada una?

P.- Eso lo dejamos para mañana, si no te parece mal. Por hoy, ya tengo bastante con una: al fin y al cabo, es como si me llevara infinitas ideas, o más bien ninguna, porque me has dejado la inteligencia más pelada que la cabeza de un etíope.

Z.- De acuerdo, mañana lo hablaremos. Ahora tómate conmigo una de esas cervezas que dices que tengo.

Ver también esta otra entrada sobre Parménides y esta entrada sobre Zenón de Elea

lunes, 15 de septiembre de 2014

Que es que es, y no es que no sea (dijo Parménides de Elea)


¿Quién, que se llame estudiante de filosofía, puede pasar sin oír hablar del ser y el no-ser, y de si esto es un sueño o no? Hasta que llegó Parménides los filósofos, para hablar de todo, de toda la realidad, usaban el término Fisis (Physis), que podríamos traducir por “naturaleza de las cosas”. Parménides fue el primero (que sepamos) que se fijó en el Ser como asunto principal del pensamiento filosófico.


Soy esto y soy lo otro: soy profesor o alumno, chica o chico, chistosa o seria... Me preocupa seguir siendo esto, dejar de ser aquello, convertirme en eso otro... Siempre nos ocupamos y preocupamos de y por lo que somos y son las cosas, pero casi nunca nos ocupa el simple hecho de que somos y son: no nos paramos a pensar en el ser, en el ser sin más (ni menos). Es normal: se da por descontado. Todas las cosas son, así que ¿qué diferencia introduce entre ellas el hecho de que “sean”? Siempre estamos ocupados con lo que introduce alguna diferencia, lo que es “relevante”, lo que sobresale, por encima o por debajo. Que las cosas sean, que yo sea, que tú seas, que haya ser… es algo completamente irrelevante, no genera relieve.

Sin embargo, para el filósofo (ese personaje que, según decía no sé quien, se especializa en el Todo) es de la máxima relevancia justo el hecho de que algo no establezca diferencias y sea igual para todos. El ser no se niega a nada, se “da” a toda cosa, y esto le hace completamente diferente a cualquier otra propiedad. En cierto sentido básico, el ser es el mismo para todas las cosas, no discrimina; las demás propiedades, en cambio, son propiedad de algunos y les falta a otros.

Ahora bien, si el ser no introduce diferencias entre los seres, entonces, ¿qué introduce diferencias entre ellos, qué los discrimina, qué pone a unos en el lado de la luz y a otros en el de la oscuridad, o en una mezcla mejor o peor de ambas? No pueden diferenciarse en que son, desde luego: la misma cualidad no puede hacer diferentes a dos seres. Si todas las cosas se volviesen de un solo color, blanco por ejemplo, la vista no las distinguiría: todas serían, para ella, una sola. Claro que, en ese caso, todavía conservaríamos el oído o el tacto para saber que yo soy uno y tú eres otro distinto. Como el sonido no es ningún color, o sea, no pertenece en absoluto al campo del color, puede distinguir a las cosas que no se distinguen por el color. Pero el ser no es como el Color, sino que lo encierra o contiene todo.

Si lo seres no se distinguen en que son, quizás se distinguirán, entonces, por otra u otras cualidades totalmente distintas a la de ser, y estas cualidades serán las que importen, las útiles, las relevantes. Pero ¿qué cosa o cualidad hay que sea distinta y totalmente exterior al ser?, ¿qué hay fuera del campo del ser? Fuera del ser solo está, si acaso, el no-ser, la nada, lo que no es. Solo el no-ser puede conseguir que Tú, que estás ahí enfrente, y Yo, que estoy aquí-mismo, seamos diferentes, que tú no-seas yo y yo no-sea tú.

Ahora bien, ¿puede haber lo-que-no-es? ¿Cómo pensarlo? Cuando pensamos algo, el pensamiento tiene que agarrarse a alguna característica, y es precisamente esa característica la que el pensamiento tiene que reflejar exactamente para que sea un pensamiento correcto y verdadero. Sin embargo, lo-que-no-es solo tiene la característica de no-tener-características. ¿Es eso una característica? Pensar el no-ser es, más bien, pensar en lo que no es; es decir, es no pensar algo que es; o sea, pensar en nada; algo tan absurdo e imposible como ver la oscuridad. El no-ser no puede ser (algo). Si lo fuera, además, le pasaría lo que a los demás seres: sería igual a todos los demás en el ser, y seguiríamos en el mismo problema de cómo diferenciarlos. Si somos todos lo mismo en el ser, ¿qué puede hacer realmente el no-ser, exista o no, para distinguirnos y separarnos?

¿Y si, en verdad, visto con profundidad, por debajo de los relieves o adornos, más allá de las apariencias (que se dice que engañan), no somos diferentes, tú y yo, y las otras cosas, sino que somos… todas lo mismo? Si pudiéramos mirar las cosas con total profundidad, con el ojo de la inteligencia pura (el ojo de la diosa Verdad) no veríamos ninguna sombra que distinguiera una cosa blanca de otra, no entenderíamos ninguna limitación que haga que tú seas tú y yo sea yo. La sombra que distingue a los cuerpos, el no-ser que distingue a las cosas, es solo cuestión de perspectiva, de no estar en la perspectiva total y absoluta, es cosa de tener la vista corta: una ilusión “óptica” (como ver las cosas más pequeñas porque están más lejos).
  
Por supuesto, los mortales no sabemos mirar así, ver lo uno de todo. Como mucho, podemos figurarnos que una diosa vea así las cosas (o la cosa, mejor dicho), y podemos creer que nuestra labor en la vida es “despertar” a ese pensamiento en que todas las diferencias, sombras y no-seres quedan abolidos, convertidos en humo, y solo queda el ser único bien redondo.

Al menos, esto es lo que parece creer Parménides, como otros sabios de otras culturas, según dice su poema, en el que relata lo que dice que le dijo la Diosa durante un “viaje” o transporte místico:

Venga, yo te diré (y tú guarda el relato que me oigas)
qué dos únicas vías de búsqueda hay concebibles. 
La una, la de que es, y que no es que no sea, 
esta es digna de fe y confianza (pues le acompaña la verdad); 
la otra, que no es y que es necesario que no-sea, 
esta está, te lo advierto, del todo desencaminada, 
ya que ni podrías conocer el no-ser (porque nunca se le alcanza) 
ni pensarlo.

Pues lo mismo es el pensar y el ser.
(Parménides, Fragmentos 3 y 4 –traducción mía-)

Del No-ser no sale el Ser, el No-ser no sale del Ser.
El límite de ambos es visto por los que contemplan la verdad.
Sabe que es indestructible Aquello de que este Todo está penetrado.
La destrucción de esta cosa imperecedera nadie es capaz de causarla.
 (Bhagavadgita, II, 16-17 -traducción de F. Rodríguez Adrados-)

 

Asistamos ahora a una ficticia conversación entre el viejo Parménides y el viejo Giorgios, en pleno parque de Elea, soleada villa de la costa italiana, en el siglo VI a. c.

Parménides.- Veamos, amigo: lo que es, es, y lo que no es, no es, ¿no estás de acuerdo?
 

Giorgios.- ¡Para, para, no te lances, espera que lo piense! ¿A ver? Sí, lo que es, es, lo que no es, no es. Ya lo decía mi abuela.
 

Parménides.- A ver si decía esto también: pensamos lo que es.
 

Giorgios.- ¿Lo que es qué?
 

Parménides.- Lo que es ser. Si pensamos lo que no es, pensamos en nada. Y si pensamos en nada, no estamos pensando, aunque lo parezca.
 

Giorgios.- Si me tengo que parar a discutírtelo estamos aquí hasta mañana. Pero ¿a dónde quieres ir a parar?
 

Parménides.- A lo siguiente, ¿cuántos seres hay, en realidad?
 

Giorgios.- Yo no los he contado, tengo muchas cosas que hacer.
 

Parménides.- Pues no te hace falta, porque ya te digo yo que hay sólo uno, el Ser.
 

Giorgios.- Me informas de algo en extremo novedoso, que no sé si va a creerlo mi familia.
 

Parménides.- Si razonan, lo creerán. Diles: supongamos, por simplificar, que hubiese sólo dos, dos seres o cosas. ¿En qué se diferenciarían?
 

Giorgios.- Depende de qué cosas sean, ¿dos habichuelas o dos perros de Esparta?
 

Parménides.- Serán, antes que nada, dos seres, dos cosas ¿no es así? Pero claro, en el ser no se diferencian. Y si no se diferencian en ser, se tienen que diferenciar en el no-ser. Uno no-es el otro, el otro no-es el uno ¿lo ves?
 

Giorgios.- Sigo sin ver tus ocultas intenciones.
 

Parménides.- Nada de ocultas, sino más claras que el agua de esa fuente. Hemos dicho que el no-ser no es ¿no? Entonces ¿cómo vamos a distinguir a las cosas mediante el no-ser? Pero tampoco se distinguen por el ser, porque todas son seres por igual. Así que no se distinguen en realidad.
 

Giorgios.- Lo veo y no lo veo.
 

Parménides.- Te pondré un ejemplo.
 

Giorgios.- Te lo agradezco dos veces.
 

Parménides.- Imagínate que todas las cosas fueran blancas. ¿Podrías distinguirlas?
 

Giorgios.- Por el tacto, o poniendo el oído.

Parménides.- Eso es, compañero. Pero fíjate que fuera del ser no hay nada, mientras que sí lo hay fuera del color. Así que no puedes distinguir las cosas por algo que haya fuera del ser, ni, desde luego, por el ser mismo. Luego llegamos a la conclusión de que Todo es Uno, aunque los mortales, que estamos más bien soñando, creemos que hay muchas cosas y que se mueven.
 

Giorgios.- [tras un breve silencio, pensando] Oye, Parménides, y esto… ¿para qué te sirve?
 

Parménides.- ¿Que para qué? Te acabas de ganar otro razonamiento. Cuando queremos algo o a alguien lo queremos por lo que es, él mismo ¿no?
 

Giorgios.- Claro, eso lo decía mi abuela también.
 

Parménides.- Pero cuando quieres algo para algo, o sea, por su utilidad, no lo quieres por sí mismo, sino por lo que puedes conseguir mediante él. Te pongo, por ejemplo, tu martillo, que sólo te acuerdas de él cuando tienes un clavo que clavar.
 

Giorgios.- Bueno, ahí te equivocas, que yo a mi martillo le tengo mucho cariño: era de mi abuela.
 

Parménides.- Me parece estupendo. Pues ya ves, cuando quieres verdaderamente a algo, no lo quieres para nada, sino para él mismo. ¿Estamos de acuerdo?
 

Giorgios.- No hay quien te calle, eso sí que es cierto. Pero pareces buena persona. Teófilo, mi cuñado, dice que eres un loco inofensivo.
¿En qué te parece que falla (si es que falla) este buen hombre? ¿Te parece que alguien puede intentar, sensatamente, defender que Todo es Uno?

viernes, 12 de septiembre de 2014

¿Fluido universal o números eternos? (Diálogo entre un milesio y un pitagórico)


Diálogo entre dos amigos de la ciudad de Mileto, uno de ellos recién llegado de Sicilia, donde ha conocido a la escuela de Pitágoras (los llamaremos M y P)


M.- ¡Querido amigo, bienvenido!, ¡dame un abrazo! En cuanto he sabido que has vuelto, he venido al puerto a buscarte. ¿Nos harás el favor de comer hoy con nosotros?

P.- ¡Encantado! Eso sí, tengo que advertirte que ya hace tiempo que no como carne.

M.- Ciertamente, te veo algo más magro, aunque de aspecto sano y sereno. Pero, dime, ¿¡tan mala era la carne en tierras itálicas!?

P.- ¡Ellos presumen de tener mejores reses que aquí en el Asia Menor!

M.- Eso he oído, sí…

P.- Pero en Sicilia he conocido a una sociedad de amigos filósofos que me ha enseñado, entre otras cosas, que todas las almas son hermanas y transmigran de cuerpo a cuerpo: ¡quizás el cordero que asas es un familiar tuyo, o podrías ser tú mismo, en otro momento o lugar!

M.- ¡Curiosa creencia, que, según tengo entendido, también sostienen los lejanos santones de la India! ¿Recuerdas que nuestro viejo maestro, Tales, decía que todo está lleno de principio vital? Pero él nos convenció de que lo que llamamos nacimiento y muerte es una manera humana de hablar, y que, en realidad, todo son transformaciones de la misma cosa, el fluido primigenio. De allí salimos y allí volvemos, pagando nuestro precio por la injusticia de haber querido ser seres separados, como poéticamente lo expresó nuestro otro sabio conciudadano, Anaximandro.

P.- Precisamente de eso me gustaría dialogar contigo. Lo que he escuchado en aquella escuela que te digo, fundada por un tal Pitágoras (al parecer, un hombre muy superior a todos, una especie de encarnación de Apolo, si haces caso a sus discípulos, que siguen una forma de vida muy escrupulosa), me ha hecho pensar más profundamente en todo eso.

M.- ¡Excelente! ¿Me lo cuentas ya, mientras caminamos a casa?

P.- Desde luego. Vamos a ver: nosotros siempre hemos pensado eso que decías: que el cosmos todo es transformación de una única sustancia.

M.- Así es, una verdad indudable.

P.- Seguramente. Y, como decíamos a menudo, nuestra tarea es, en cuanto al conocimiento, conocer con la mayor precisión esas transformaciones, y, en cuanto a los actos, dejar de temer a la muerte y vivir lo más de acuerdo posible con la naturaleza, con amistad, alegría y sensatez.

M.- Exacto.

P.- Sin embargo, a veces nos hemos preguntado por qué la sustancia primitiva se transforma, en esto o en lo otro, por qué no es siempre uniforme, o al menos caótica. Yo no conocí a Tales, pero lo que le escuché a los que sí hablaron con él, no me resultó claro como… el agua, digamos.

M.- Bueno, a mí no me parece oscuro reconocer que la sustancia primigenia tiene en sí misma un principio de vitalidad y creatividad, que, en su dinamismo, produce todas las cosas.

P.- A mí, en cambio, me parece que, aunque los consideres ya mezclados, son dos cosas: la masa o materia con la que se hace todo, y las formas mismas que adopta esa masa en cada momento. ¿No las puedo separar, al menos con el pensamiento: por ejemplo, la forma de planta y esta planta de ahí?

M.- Puedes. ¿Qué ocurre con eso?

P.- Algunos de entre nosotros decían que el propio Tales habría hablado de que una Inteligencia universal dividía el agua. Y esto mismo, por cierto, se dice en algunos mitos de tierras orientales, por ejemplo entre los fenicios, según creo.

M.- Lo había oído, sí. Pero ¿qué necesidad hay de sutilizar acerca de si se pueden separar las formas? ¿No basta con entender que están dentro de la sustancia primitiva y única?

P.- ¿No piensas que es muy importante, incluso para comprender qué somos nosotros, los mortales, saber si las formas y las mentes son o no separables del fluido?

M.- Puede ser.

P.- La razón que tenía yo para no estar satisfecho, y que con el tiempo he comprendido mejor, es que las formas no se transforman, ellas mismas, sino que son eternas. Y no puedo entender, entonces, que existan realmente solo en la masa primigenia, pues en ese caso cambiarían con los cambios de esta. Pero no: son ellas las que, sin cambiar, dan forma aquí o allí a las cosas que vemos. La forma Tres, por ejemplo, no se transforma, ni nace ni muere, sino que es siempre la misma, y da forma a todos los cuerpos que tienen algo ternario (por ejemplo, a la letra delta, D). Así que más bien habría que decir que existen por una lado las formas y, por otro, la sustancia amorfa, el Agua, o lo indefinido, como lo llamaba Anaximandro (aunque él creía que eso es el todo y lo divino mismo), y que de la mezcla de ambas, se produce lo que vemos. Como si hubiera arcilla por un lado (el Agua), y un alfarero por otro (la Inteligencia), que da forma a aquel barro para hacer las diferentes cosas.

M.- Bella explicación. Ahora bien, se me ocurre preguntarte: ¿cómo puede algo como las formas, que –según te entiendo- no son corpóreas, causar algo sobre la sustancia natural, para producir todo esto que vemos y tocamos?

P.- Exactamente, esa es la pregunta. Pues verás, aquí es donde realmente empieza la enseñanza de la escuela de los pitagóricos: según ellos, en verdad no existe otra cosa que formas. Más en concreto: Números; todo es número. No me extraña que pongas esa cara de sorpresa: es lo mismo que me ocurrió a mí las mil primeras veces que lo escuché (si es que estoy ya libre de que me ocurra…)

M.- Explícamelo mejor, por favor.

P.- Escucha: supongo que crees, con los físicos en general, que, en realidad, los colores, los olores, los sonidos… no son tal como los percibimos; es más, que no existen: en un análisis más cuidadoso, son movimientos de elementos más simples, y, en el fondo, del Agua misma, que ya no tiene olor ni sonido ni color alguno.

M.- Sí, eso creo.

P.- Pues bien, da un paso más y piensa que todo lo que llamamos cuerpos y naturalezas, incluida el Agua, son, en realidad, puras formas o números, percibidos inadecuadamente por nuestra alma…

M.- … que también es un número, supongo…

P.- Supones perfectamente. Estos pitagóricos dicen que en todo hay diferentes números, y que el Cosmos es una gran y perfecta Armonía. El Uno o Mónada creen que es algo así como el Padre de todas las cosas. El Dos, o Díada, lo identifican como la Materia…

M.- Claro, porque es divisible en partes iguales.

P.- Así es. Pero fíjate en que la Materia misma, el Dos, es solo un número, no lo que nuestra imaginación cree. Y consideran que los números primos son los que tienen más papel de forma, y que, en su combinación con los pares, permiten explicar todas las cosas. De modo que, por decirlo así, le han dado la vuelta a la tortilla que hicieron nuestros maestros jonios: si ellos, con Tales a la cabeza, pensaron que todo es transformación de una misma sustancia o materia, estos, itálicos (aunque oriundos de la isla Samos), dicen que no hay transformación de materia alguna, sino solo formas, que crean la ilusión de materia y cambio para nuestras mentes cuando se fían de su parte inferior, es decir, según ellos, la imaginación.

M.- ¡Increíble! Tendré que pensarlo detenidamente. Veo que tu estancia en Sicilia no ha sido en vano…

P.- Pues he aquí lo mejor que creo haber aprendido de ellos, y por lo que no me avergüenzo de llamarme pitagórico: es verdad que nacimiento y muerte son una ilusión de la ignorancia humana, pero no porque seamos caducas transformaciones del Agua, como yo creía antes, sino porque somos inmortales formas que se manifiestan en muchos lugares y tiempos sin dejar de ser la misma. Y nuestra tarea en esta vida es purificarnos mediante el conocimiento de los números y de nuestra propia esencia, que es también una armonía y música, semejante a la del cosmos. Todos somos formas dentro de la gran forma total y una. Por eso debemos respetar las otras formas de vida, porque mi alma es la que alguna vez estuvo en ese cordero que ponemos a asar.

M.- ¡Escucha esto: me has aguado la fiesta que te tenía preparada, y me dará hasta pudor morder la pierna achicharrada del cordero (o a su número, si prefieres) delante de ti...! Solo te lo perdono porque a cambio me has traído de Italia ideas sustanciosas para masticar y roer. ¿Al menos aceptarás un buen vino que llegó hace poco del Ática, o tampoco eso está permitido a un ser puro como tú?

P.-¡ Yo soy un modesto principiante! Compartiré contigo esa mezcla de agua y luz que te han traído unos amigos.


¿Qué te parece? ¿Es la realidad un cúmulo de transformaciones de una informe sustancia primigenia, o es un orden de formas eternas? ¿Es aceptable pensar que todo es, en el fondo, Número? 

Hay un físico actual, Max Tegmark, que defiende precisamente que todo el universo es un objeto matemático, que la propia naturaleza es un producto de las matemáticas. Puedes seguir indagando sobre Tegmark y su alucinante pitagorismo, que defiende que hay múltiples universos, aquí. y aquí

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Tales de Mileto: la fuente primigenia y los espíritus de las cosas

¿Cuál es el principio de todo, de todas las cosas? No me refiero al principio de los seres humanos, o de los seres vivos, o del sistema solar, o del universo; tampoco me refiero al principio en el sentido de cuándo, en qué momento empezó todo. Sino cuál es el principio, origen, causa, razón… de que existan todas las cosas, en vez de nada.

El principio de todas las cosas podría ser o bien nada (o, por decirlo como si fuera un personaje, la Nada), o bien Algo.
¿Puede la Nada ser el principio de Todo? Eso a muchos hombres, incluidos los filósofos en su mayoría, les resulta absurdo: ¿podría algo salir de nada? Es más, ¿puede siquiera “haber nada” o concebirse la Nada? Parece que siempre tenemos que concebir algo, existiendo ya por muy "atrás" que vayamos buscando el origen de las cosas.

Es “obvio” que nosotros, tú y yo, la mesa, el pájaro que canta en ese árbol…, los que no somos Todo, los seres limitados, los “mortales”…, nacemos y morimos, es decir, pasamos, cada uno, a ser algo desde no ser nada, y pasamos a dejar de ser algo, a ser nada.

Pero eso no puede afectarle al Todo. Lo que pasa es que nosotros, al nacer y morir, somos transformaciones de lo mismo, de una cosa única que es todas las cosas en el fondo.

Esa sustancia única que se transforma en todas sin ser ninguna de ellas (que “ni se crea ni se destruye, solo se transforma”, como dice el primer principio de la Termodinámica), es una especie de fluido universal y vital, del que todos nosotros, tú y yo, la mesa, ese pájaro que canta en ese árbol, somos partes, partes que nacen y mueren, para volver a lo que ni nace ni muere.

 “Aquello a partir de lo cual existen todas las cosas, lo primero a partir de lo cual se generan y el término en que se corrompen, permaneciendo la sustancia mientras cambian los accidentes, dicen que es el elemento y principio de las cosas que existen. (…) No todos dicen lo mismo sobre el número y la especie de tal principio, sino que Tales, quien inició semejante filosofía, sostiene que es el agua”. (Aristóteles Met. I, 983b)
El psicólogo, antropólogo y crítico René Girard ha observado que los seres humanos tenemos una gran necesidad de interpretar el desorden de los mitos desde el punto de vista del orden:
(...) “Constantemente mejoramos la mitología en el sentido de que cada vez la despojamos más del desorden.” Uno de los modos en que la temprana filosofía griega mejoró la idea mítica del desorden fue inyectándole una actitud científica. Tales, Anaximandro y Anaxágoras entendían que una energía específica (agua o aire) había estado en flujo caótico y que a partir de esa sustancia se habían plasmado las diversas formas del universo. Eventualmente, pensaban estos protocientíficos el orden se disolvería y regresaría al flujo cósmico y luego aparecería un nuevo universo. [J. Briggs y F. D. Peat. El espejo turbulento]
  
¿Crees que esto es una buena idea?
¿Cómo puede argumentarse o demostrarse?
¿Qué le falta, si le falta algo, para explicar el origen de toda la realidad?
¿Para qué sirve?



                                                      
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¿Por qué cada cosa es como es y se mueve como se mueve? ¿Hay algo completamente inerte e inconsciente en el universo, o todo está animado por un principio propio, más o menos “despierto”, que es algo así como su “alma”? Tales defendió la idea de que en cada parte del universo, en cada ser, por pequeño e inconsciente que parezca, hay un espíritu (demon), que es su principio de movimiento y de vida. Incluso las piedras lo tienen -pensaba Tales- como puede comprobarse con los imanes.

“Algunos dicen que el alma está mezclada en el todo, de ahí también quizá que Tales haya pensado que todo está lleno de dioses” (Aristóteles, Del alma, I, 5 411a Gredos)
Tales no ha sido el único que ha tenido esa concepción "panzoista" (todo está vivo) e incluso "pampsiquista" (todo tiene mente o alma). Como ejemplo de filósofo pampsiquista reciente, os copio un fragmento de un libro de David Chalmers, uno de los principales filósofos vivos en el terreno de la Filosofía de la Mente:
"No parece haber muchas razones para dudar que los perros sean conscientes, o aun los ratones. Algunas personas lo pusieron en duda, pero creo que esto se debe frecuentemente a una confusión de la conciencia fenoménica con la autoconciencia. Los ratones podrían no tener un gran sentido de sí mismos y podrían no ser propensos a la introspección, pero parece totalmente plausible que hay algo que es como ser un ratón. (...) A medida que nos movemos hacia abajo en la escala desde los peces y las babosas, a través de redes neuronales simples, hasta los termostatos, ¿dónde debería extinguirse la conciencia? Es probable que la fenomenología de los peces y las babosas no sea primitiva sino relativamente compleja, y refleje las diferentes distinciones que estos seres pueden hacer. Antes de que la fenomenología desaparezca del todo podemos suponer que llegaremos a algún tipo de fenomenología máximamente simple, (...) algo como un termostato. (...) Alguien que encuentre que es “descabellado” suponer que un termostato pueda tener experiencias al menos nos debe una explicación de por qué lo es". [D. Chalmers, La Mente Consciente, 8, 4 Gedisa]

¿Qué crees: está todo animado, o esto es simple pensamiento “mágico”?


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Puedes leer también aquí

lunes, 8 de septiembre de 2014

Diálogo entre un egipcio y un griego


Se dice que el nacimiento de la Filosofía en Grecia es el momento en que la humanidad comienza a buscar explicaciones lo más puramente racionales y menos míticas posible acerca del origen, por qué y sentido de todas las cosas. Eso no significa que los humanos no se preguntaron antes por nuestro origen y sentido, y por el origen y sentido de todo. La Filosofía y la Ciencia existían antes. Pero, hasta que surgieron los filósofos griegos, las respuestas a todas esas preguntas eran más imaginativas (mágicas, zoomórficas, antropomórficas…) que racionales, y más sometidas a intereses religiosos y prácticos que sistemáticas. El filósofo griego se dio cuenta de que –como dice irónicamente Jenófanes de  Colofón- los tracios se figuraban a sus dioses, rubios y altos, como son ellos mismos, y los etíopes se los imaginaban negros: si los caballos imaginasen, se imaginarían a sus dioses como caballos. Hasta Grecia, la humanidad permaneció en el nivel psicológico de la infancia. Con Grecia, entra en su adolescencia.

¿Por qué ocurre esto en Grecia? Bien, podemos imaginar varias hipótesis: aparte de porque la humanidad, después de los grandes imperios anteriores, estaba ya “madura” para ello (los griegos tomaron todo el saber que pudieron de los egipcios y los persas), Grecia se vio favorecida por ciertas razones naturales: siendo un país lleno de islas y montañas, tuvo que organizarse en pequeños núcleos humanos muy independientes (más difíciles de controlar por un poder político y religioso muy jerárquico y centralizado) y a comerciar, mediante el mar, con otras civilizaciones: viajar y conocer otras culturas es una buena manera de abrir la mente, pues compruebas que hay más de una manera de vivir.


                          

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Os invito a leer un ficticio diálogo entre el primer filósofo, Tales de Mileto, y un escriba o sabio egipcio, con los que, cuenta la historia que Tales pasó un tiempo.


Tales.- Bien, querido maestro: ya he preparado mis cosas, dentro de un momento parto para Mileto.

Escriba.- Como quieras, no te insistiré más…

Tales.- Deseo repetirte mi enorme agradecimiento por haberme hecho partícipe de vuestra sabiduría. Los griegos, quiero creer, siempre seremos conscientes de la deuda que tenemos con vosotros, por vuestra sabiduría perenne, frente a nuestras siempre inestables dudas. Sois algo así como nuestro abuelo sabio.

Escriba.- Pero, escucha -¡voy a incumplir mi recién pronunciada palabra!-: ¿por qué, entonces, no te quedas aquí, compartiendo y acrecentando este saber? He conseguido la difícil autorización del Faraón… Serías un gran maestro, por tu penetración y tus moderadas necesidades. ¡A cuántos escribas egipcios, ignorantes y glotones, podrías servir de ejemplo!

Tales.- No tengo palabras para agradecer tu estima, que no merezco…

Escriba.- ¡Déjate de eso! ¿Qué te reclama en Grecia? Tú mismo nos has contado cómo allí los sabios tienen que buscar su supervivencia, entre la incomprensión y las burlas del pueblo, rebelde y desobediente, que cree que lo sabe todo. Incluso estáis perdiendo el sentido de lo divino y del poder, y cada vez más os gobiernan los comerciantes y los aduladores.

Tales.- Tienes razón. Con todo, maestro, prefiero volver a Mileto.

Escriba.- ¿Sabes? Creo que, por alguna extraña razón, no me explicas por qué…

Tales.- Aciertas. Y me doy cuenta de que, con eso, demuestro mi falta de agradecimiento y mi doblez griega… Así que, voy a decírtelo, aunque ello sea mi ruina.

Escriba.- Habla sin miedo.

Tales.- Maestro, creo que vuestra civilización, perfectamente organizada como un panal, con un rey que creéis nombrado por el Dios de la Luz universal, y repitiendo, año tras año, como las estaciones o el cielo, el mismo ritual, está, en verdad… muerta. Sois un pueblo inmóvil, como vuestros túmulos al faraón. En cambio, los griegos, como vosotros mismos reconocéis, somos jóvenes aún. Para alguien que está ansioso de conocimiento, es mucho más interesante un charco griego, tempestuoso de vida, que un enorme estanque calmo. Solo en el primero puede surgir nuevo pensamiento.

Escriba.- ¿Pensamiento y vida en el desorden? ¡Pensamiento y vida son orden, a imitación del Cielo!

Tales.- Quizá el pensamiento y la vida del Sol sean así, pero no las nuestras. Nuestro pensamiento, pienso yo –permíteme que ose decirte mi opinión- crece solo a partir de la pregunta, y nuestra vida, a partir de lo imprevisto. A vosotros no os quedan preguntas y os están prohibidas las verdaderas respuestas, porque vuestros mitos son incuestionables. Y, aunque encierran, seguramente, una gran sabiduría inconsciente, me resultan como… los cuentos de los niños. Los griegos, en cambio, parecemos destinados a pedir razones y a no aceptar autoridad. Y eso es precisamente lo más importante…

Escriba.- Explícate.

Tales.- Yo quiero investigar, por mí mismo, las razones de todas las cosas, las razones por sí mismas: no para mayor honra de los dioses o del rey, ni por temor a ellos, sino para honra de la propia razón y por temor solo a la ignorancia. No me malentiendas, no digo que no necesitemos a los demás. Pero nosotros dialogamos más en la plaza, como se hacen los contratos entre comerciantes, entre iguales (tienes razón, somos comerciantes…), no en la escuela, donde el maestro está elevado en su estrado. Los griegos no podríamos tolerar a un faraón, porque somos todos iguales.

Escriba.- ¿Con toda tu inteligencia no eres capaz de comprender que la igualdad de los hombres es una falsedad, promovida por los que quieren ganarse el apoyo, bestial e ignorante, de la masa, para sus intereses egoístas? ¿Crees que el valor se mide en el Mercado?

Tales.- Los hombres somos desiguales, sí, por naturaleza y por las circunstancias de la fortuna y la injusticia de la sociedad. Y, no, no se mide el valor en el Mercado. Pero esa desigualdad de los hombres debe ser combatida y puesta a prueba en el diálogo en igualdad, y el poder debe circular entre todos, como el dinero. Eso pienso, como ingenuo griego.

Escriba.- ¿Así que crees que los griegos sois superiores a nosotros, los egipcios, y a las otras civilizaciones perennes?

Tales.- Los griegos, en el fondo –te va a parecer absurdo-, solo creemos que somos superiores por una cosa: porque no creemos que haya ninguna civilización superior, y que el Logos es único en todos los hombres, y a él deben responder los dioses.

Escriba.- Tales, creo que, como dices, los griegos debéis de tener un destino nuevo, que nosotros no sabemos entender bien ni podríamos, quizá, soportar. Marcha, y ten toda la suerte y el amparo de los dioses.

Tales.- Gracias, maestro. Tendré siempre presente vuestra enseñanza.

¿Qué te sugiere este diálogo? ¿Significó para la humanidad un cambio, un progreso o un empobrecimiento, el nacimiento de la filosofía griega?

miércoles, 3 de septiembre de 2014

¿Qué es esto de la Filosofía? (bienvenid@ a donde ya estabas)


Bienvenidos, chicas y chicos que empezáis ahora Historia de la Filosofía. Tú, por ejemplo:

Ya has tenido contacto con la filosofía el año pasado (en 1º de Bachillerato) y el anterior (en Ética de 4º de ESO), sí. Así que, ¿por qué no empezamos directamente? …Pero -creo que estarás conmigo- si ahora te pregunto (o me pregunto, o me preguntas) qué es “exactamente” esto de la Filosofía (o, incluso, qué es inexactamente), te quedarás y me quedaré como pasmado, por lo menos de buenas a primeras.

-¿¡Cómo puede ser eso! –dirás-: que tú, que tienes que llevar el curso y a quien se te paga como profe de Filosofía, digas que no sabes bien lo que es? ¡Menudo fraude!

-Pues te diré algo: creo que un profe de Filosofía que diga o crea que sabe bien lo que es la Filosofía, lo que no sabe bien es lo que dice o cree. ¿Quieres una prueba? Pues mira esta: no hay dos filósofos en la historia que estén de acuerdo en qué es la Filosofía (no te voy a poner ejemplos de momento).

-¡Bueno –estoy oyendo que piensas y no sabes si decirme-, entonces el fraude no serás tú, pero sí la Filosofía misma! ¡Ya lo sospechaba yo: ¿qué pinta en mi educación? ¡Vaya timo!

-Pues lo siento, pero disiento. Si la Filosofía es un fraude, entonces tú eres también un fraude, y la educación es también un fraude; por no decir que la vida entera es un fraude. Sí, sí, abre los ojos todo lo que quieras… pero dime, si no, que tú sí sabes responder a esta pregunta:
  • ¿qué o quién eres tú? 
  • O a esta otra: ¿qué es educarse y para qué sirve? 
  • O a esta: ¿qué es y para qué sirve (qué sentido tiene) la existencia, tuya y mía? 

¡Ale, contesta a algo de esto! O, si no, dime qué crees que es filosofía y para qué sirve. Mejor aún, ¿lo debatimos entre todos, aquí, o en clase, o en el parque…?